lunes, 24 de febrero de 2014

Misterio en el café del barrio



La estampa refleja, con mucha expresividad, una situación que no se plantea en la novela que ilustra: “El clan de los sicilianos”, de Auguste Breton. El policial, pues de un policial se trata, fue editado por Gallimard en 1961. Cayó en mis manos el otro día, con otros libros, en una librería de lance de la Avenida de Mayo de Buenos Aires.
El hombre que está en la barra del bar, o del café, trata de averiguar algo, se ve a la legua; debe ser un detective.
Lo que se relaciona con él en la novela no lo vamos a contar, para no destripársela a los lectores. Nos limitaremos a hacer una descripción de lo que vemos, a detenernos con minuciosidad en la escena y a imaginar cosas, actividad gratificante. 
La muchacha que atiende el café es de rompe y rasga. Rubia, con la melena sobre los hombros, en jarras, mira al detective con ganas de soltarle cuatro frescas, porque ya ha intuído que tras encender el cigarrillo va a empezar a hacerle preguntas que ella no tiene ninguna gana de contestar.
Lo que a ella le gustaría es que viniera al cafetín un chico alto, fuerte, rubio o moreno, no importa, buen mozo, que se acodara en la barra y justipreciara su belleza, que resalta entre las botellas y los vasos de vidrio ordinarios, en un local de regular, si no de baja categoría.
El investigador no pertenece a la policía oficial. Es un modesto pesquisante particular de edad mediana, que no se parece nada al Rubén Bevilacqua de Lorenzo Silva, el Ramiro Ledesma de César Pérez Gellida, el capitán Gerlof Daviddson de Johan Theorin o el inspector Cato Isaken de Unni Lindell, por citar sólo unos pocos de los más modernos. 
El nuestro es un hombre vulgar, sin apostura alguna, con gafas, un espeso bigote negro –que vaya uno a saber, a lo mejor está teñido- y pelo gris y rizado, parte del cual se escapa de la boina que le cubre la cabeza. ¡Qué bizarro, un detective con boina! Quizás sea vasco, después de todo.
Se ve que mientras enciende su pitillo está pensando en la mejor manera de abordar a la rubia para interrogarla. La rubia no parece estar dispuesta al abordaje.
El dibujante, Carlos Freixas, no ha escatimado detalles. Por ejemplo: al lado de la taza de café se ve el sobrecito de azúcar, roto, ya usado.
El figurativismo, el dibujo hiperrealista de ilustración, en este caso de novela de policías y ladrones, es una pequeña obra de arte.
Carlos Freixas fue un gran dibujante español, hecho al costado de su padre, Emilio Freixas, que alcanzó niveles de excelencia.
Padre e hijo trabajaron juntos en algunas ocasiones. Carlos vivió en los años cincuenta en Buenos Aires, donde se dedicó por entero a la ilustración, destacando como historietista.
El dibujo que comentamos tiene movimiento y una concluyente fuerza expresiva: quizás lo más importante, pone sobre el tapete –en este caso sobre el mostrador- una historia de café. Que cada uno imagine la suya.
Porque no es sólo que un transeúnte cualquiera haya entrado en el bar, pedido un café y esté encendiendo un cigarrillo, mientras una camarera rubia y guapa le mira con cara de pocos amigos.
Hay gato encerrado.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 20 de febrero de 2014

La cuna verde



Revuelvo mis aperos de escritura: las plumas estilográficas, los lápices de madera amarilla, con la punta bien afilada, los cuadernos, la agenda Moleskine, los diccionarios…
Cerca, la presencia rotunda del ordenador, o la computadora, siempre de guardia, con su fulgor azul en conserva.
Así que todo está bien. Soy un dinosaurio, pero no me estoy quedando.
Sino que los viejos hábitos perduran, coexistiendo con los que nos obligó a incorporar la modernidad.
Hay también una pequeña pila de libros sobre el escritorio, entre ellos “Librerías”, de Jorge Carrión –prestado por Ángels; pienso devolvérselo- y “La cuna verde”, que me llega de manos de la querida Natu Poblet, de Clásica y Moderna.
El autor de “La cuna verde” es Emilio Poblet Diez, abuelo de Natu, que en unas pocas páginas agavilladas primorosamente plasmó, quintaesenciadas, sus memorias, haciendo honor a la sentencia de Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.
Agradezco mucho este regalo de Natu. El derrotero vital de Emilio Poblet de la cuna verde a la cama en el extranjero está expresado con pulso firme, un terso lirismo, una nostalgia que conmueve y un valor literario notable.
Emilio Poblet, nacido en Madrid, fue uno de los muchos españoles que vinieron a estas cálidas tierras del Plata, a principios del siglo XX. Le acompañaban sus cuatro hijos. Su mujer había muerto sin cumplir aún 30 años.
Natu Poblet recuerda en el prólogo de “La cuna verde” que su abuelo fundó en Buenos Aires la Librería Académica de Poblet e Hijos, “(…) iniciando una dinastía de libreros que se prolongó hasta hoy, y a la cual tengo el privilegio de pertenecer”
“Mi abuelo no pudo imaginar que a aquella primera librería le seguiría la Clásica y Moderna, fundada en 1938 por uno de sus hijos, y que, después de setenta y cinco años, el prestigio alcanzado por esta última la convierte en uno de los referentes culturales más importantes de la ciudad”, concluye Natu Poblet.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 18 de febrero de 2014

Lavarez no pudo cobrar el cheque



Mis amigos y mis conocidos saben, como es natural y lógico, cómo se pronuncian y se escriben mi nombre y mis apellidos. Los desconocidos de siempre se hacen unos líos tremendos sobre el particular. La gente se fija poco en lo que no le interesa. Los niveles de distracción y despiste son muy altos.
La dificultad principal estriba en Fermosel. Dicen Fernando, Fernández, Fermoselle, Fermoselles, Formosol; y, lo que es más alambicado: Fermodyl, Fernandel, Ferrosel, Femoral…
Ultimamente estoy teniendo también dificultades con mi primer apellido, que es más fácil. El otro día me dieron un cheque nominativo extendido a nombre de José Lavarez. Naturalmente, no lo pude cobrar; hubo que hacer otro.
Lo más frecuente es que catalanicen mi segundo apellido, convirtiéndolo en Fermosell. El apellido es castellano. Proviene de Zamora, al noroeste de Madrid.
Mi amigo Roberto Puello, que fue hace años embajador de Panamá en Argentina,  se quejaba –en broma, claro está-: “¡Me llaman de todo, José Luis: Cuello, Puella, Pella, Pollo, Pillo…!”.
Quizás los líos que se hace la gente con los apellidos -y con otros asuntos- no sean cosa de la actualidad y se hayan producido siempre.
Releo en estos días una obra desopilante –como todas las suyas- de Enrique Jardiel Poncela, titulada La mujer como elemento indispensable para la respiración. No puedo dejar de transcribir el siguiente diálogo entre alguien y Jardiel, quien pretendía a toda costa –sin  suerte- dar a conocer a su interlocutor sus nombre y sus dos apellidos. 

¡Ah!, Emilio, muy bien

- ¿Su gracia de usted?
- Enrique Jardiel Poncela.
- ¿Cómo?
- Enrique Jardiel Poncela.
- Antonio, ¿verdad?
- Enrique.
- ¡Ah!, Emilio, muy bien. ¿Y los apellidos?
- Jardiel Poncela.
- Jover Tarantela.
- Jardiel Poncela.
- ¿Garbié?
- Jardiel.
- ¡Ah!  Jardiez. ¿Con zeta?
- Con ele.
- ¿Cómo con ele?
- Que Jardiel, con ele.
- Digo el segundo.
- ¿Qué segundo?
- El  segundo apellido. Me dijo Concresta.
- Es con pe.
- Con pe, justamente.
- Jardiez con pe es Pardiez, y eso es una exclamación antigua.
- ¿Entonces? ¿Pancesa Gabiera? ¿O Jezer Gomiés?
- Ponga usted Martínez.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 17 de febrero de 2014

Frailes zampabollos



Pues buena es la docena del fraile, que tiene 13 huevos.
Este refrán se usa para señalar todo aquello que no es perfecto, o para ser más precisos, lo que es malo o está mal, significa un abuso o deja algo que desear.
Un fraile de la orden de los Mendicantes entró un día en una huevería de un pueblo de España y pidió una docena de huevos; pero lo hizo a su aire, o sea, media docena (seis) para el prior, un tercio de docena (cuatro) para el encargado del refectorio y un cuarto de docena (tres) para él. Total: trece.
Los ingleses tienen su “baker’s dozen”, la docena del panadero o la “devil’s dozen”, la docena del diablo.

Gordos, jocundos, lustrosos…

En España hubo hace siglos frailes y monjes muy dados a los placeres del mundo y de la carne.
Había unos, gordos, jocundos, de lustrosos mofletes, comilones y bebedores a los que se llamaba bigardos
Los bigardos fueron monjes herejes de la orden de San Francisco, es decir, franciscanos. A su cabeza estuvo un tal Pedro Juan, que parece ser que se las traía.
Esta orden bigarda se extendió a Francia, aposentándose entre Toulouse y Narbonne.
Vivían con mucha más libertad de lo que era común en esos tiempos. Y comían y bebían… ¡liberalmente!, de modo que estaban todos tan rollizos, lucidos y sonrosados que daba gusto verlos.
De las historias que se contaban sobre estos bigardos se surtió Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, destacada figura literaria de la poesía castellana, para escribir la obra más importante de su época (siglo XIV), El libro del Buen Amor.

Los viajeros de Vitoria

Otro refrán sostiene Líbreme Dios del aire colado y del fraile colorado.
El fraile colorado es el clásico zampabollos, más afecto a la mesa que a la misa, enredador y bailón.
En toda Guipúzcoa es muy conocida la historia de dos de esos frailes que iban discutiendo por un camino vecinal y se toparon con un molinero al que preguntaron:
- ¿Cuánto tardaría una piedra tirada desde la luna en llegar a la tierra?
- Una piedra, no sé; pero si a las once y media se lanzase a un fraile de la luna a la tierra, a las doce ya estaría sentado a la mesa, poniéndose la servilleta –contestó el interpelado.
Recuérdese aquel artículo, magistral como todos los suyos, de Mariano José de Larra: Nadie pase sin hablar al portero o los viajeros de Vitoria.
Unos sanos y bien portados frailes ofician de aduaneros por su cuenta y riesgo y detienen en Vitoria, capital de Alava -otra de las tres provincias vascongadas-, un carruaje que viene de Francia con dos viajeros, uno español y el otro francés.
- ¡Ah!, una partida de relojes; a ver… London… ése será el nombre del fabricante. ¿Qué es esto? –barbota uno de los frailes.
- Relojes para un amigo relojero que tengo en Madrid.
- ¡De comiso! –dijo el padre, y al decir de comiso, cada circunstante cogió un reloj, y metióselo en la faltriquera. Es fama que hubo alguno que adelantó la hora del suyo para que llegara más pronto la del refectorio.      
Oh, frailes, oh, costumbres…

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 13 de febrero de 2014

Historia de una caricatura



Habíamos terminado de almorzar –tarde, por supuesto- en una parrilla de la calle Corrientes, creo que “La Churrasquita”, antes de su modernización. Llovía en Buenos Aires.
Estábamos los de siempre, Amengual, “Poroto” Botana, Eduardo Saglul, Hellén Ferro, Alejandro Sáez Germain, Luis Fontana... Helena Serrot no había sido de la partida ese día.
Yo tenía frente a mí a Lolo Bourse Herrera, que parecía un poco ensimismado.
De pronto, metió la mano en un bolsillo de su “blazer”, sacó un cabo de carbonilla y empezó a hacerme una caricatura sobre el rectángulo de papel de estraza que habían puesto los camareros en la mesa, a guisa de mantel.
La caricatura es soberbia, como puede verse, si bien algunos opinan que Lolo le imprimió a mi rostro un cierto toque mefistofélico.
Me han hecho varias caricaturas a lo largo de mi vida, pero yo creo que ninguna tan buena como la del querido Lolo, amigo durante muchos años y compañero de correrías nocturnas por una ciudad de Buenos Aires de broma y drama, con barrios sin sofisticar, como ahora Palermo (Palermo Viejo, Palermo Hollywood, Palermo Soho…), menos hoteles de lujo, más intensa y más ilustrada que la de ahora.

“Gentleman” y bohemio

Lolo fue una mezcla de “gentleman” británico, bohemio rioplatense con “panache” y un hombre con mucha calle. Era culto, tenía gracia y un sentido del humor a veces punzante, que junto con su humildad no lograba opacar sus grandes valores artísticos de dibujante, pintor, escultor y escritor. Era, además, un conversador ingenioso y brillante.
Teodoro Alberto Bourse Herrera –Lolo para los amigos- nació en Salto (Uruguay), de distinguida familia y se afincó en Buenos Aires, donde murió en 1997, a los 83 años.
Sus dibujos se publicaron en los diarios argentinos Crítica, La Prensa, El Hogar, Mundo argentino y en la reaparecida (1982) Caras y Caretas, entre otras muchas publicaciones. Diseñó las portadas de la revista Planteo, una revista de opinión que reunió varias firmas iliustres, y tuvo una vida larga.
Fue autor de varias imponentes esculturas de Carlos Gardel y de los óleos de los 21 próceres que firmaron la Carta de Constitución de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Bogotá, el 30 de abríl de 1948, expuesta al inaugurarse en 2002 la Galería de Próceres de Uruguay.
Ilustró con dibujos al carbón las biografías de Rubén Darío, Rómulo Gallegos, Gabriela Mistral, Juan Montalvo, Ricardo Palma y otros contenidas en el libro Maestros de América, Rostro y Pensamiento.
No se le vio nunca un atisbo de vanidad, a pesar de ser un artista de gran categoría.
Fue un lujo para su país de adopción, donde dejó muchos amigos que, como yo, le evocan con frecuencia.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 11 de febrero de 2014

Por una coma



En cualquier texto, en todos los textos las comas tienen que estar en su sitio.
Esto dice, con toda la razón del mundo, el ex reportero de guerra, escritor y académico español Arturo Pérez Reverte.
Una coma fuera de lugar puede salvar la vida de un hombre, o quitársela.
Transcribimos parte del final de la comedia de Polichinelas “Los intereses creados”, una de las más aplaudidas del gran escritor español Jacinto Benavente (1866-1954), Premio Nobel de Literatura 1922:
“DOCTOR – Mi previsión se anticipa a todo. Bastará con puntuar debidamente algún concepto… Ved aquí: donde dice… ‘Y resultando que si no declaró…’. Basta una coma, y dice: ‘Y resultando que sí, no declaró…’. Y aquí: ‘Y resultando que no, debe condenársele…’. Fuera la coma, y dice: ‘Y resultando que no debe condenársele…’”.
Recordemos algo parecido: “Perdón imposible, que cumpla su condena”. Se corre la coma y queda: “Perdón, imposible que cumpla su condena”.
Enormes minucias, digamos recordando a Chesterton.

© J. L. A. F.

lunes, 10 de febrero de 2014

Casablanca, vigente a los 60 años



Hace 60 años “Casablanca”, candidata a  ocho premios Oscar, recibía tres de las preciadas estatuillas y se convertía en un clásico que nunca dejará de serlo.
Pocas películas fueron tan vistas y tan aclamadas desde su estreno en el teatro Hollywood de Nueva York, el 16 de noviembre de 1942.
¿Por qué perduró su encanto, resistiendo el paso de las décadas hasta convertirse en mito?
No faltan las respuestas, entre ellas la que se apoya en el carisma intemporal del film; el guión, hecho a saltos de cigarra pero que al final resultó; el estupendo reparto y el mensaje cargado de emoción, capaz de conmover al público de cualquier edad y cualquier época.
La vimos por primera vez –de chicos- en el cine Cristal de Madrid, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, muchos años después de su estreno. Desde entonces no hemos dejado de verla, pues se reestrena cada tanto. Además, la tenemos en DVD, naturalmente. La veremos por enésima vez cualquier día de estos, más vigente que nunca.
Todos guardamos los datos en nuestros archivos y en nuestras memorias. Recordemos algunos, sin embargo.
Ganó tres Oscar: a la mejor película, al mejor director y al mejor guión adaptado. Fue producida por la Warner Bros. Su productor ejecutivo fue Hale Wallis. La dirigió Michel Curtiz, un húngaro emigrado que se llamaba en realidad Mijail Kertes. El guión se debió a Julius J. y Phillip G. Epstein y Howard Koch, la música a Max Steiner y la fotografía a Arthur Edeson. Dooley Wilson cantaba “Según pasan los años”, esa inolvidable melodía que hoy parece insustituible. El narrador fue Lou Marcello y la cinta, como se decía entonces, dura 102 minutos.

El elenco merece párrafo aparte

El elenco merece párrafo aparte. Los protagonistas fueron Ingrid Bergman, en el apogeo de su primera etapa americana, después de sus triunfos en Europa, y Humphrey Bogart, el duro “Bogey”, que sigue vivo, mas no como un frío ejercicio para memoriosos, sino como la obsesiva imagen de la hombría, el retrato por de más viril de una figura irrepetible en la que convergieron los elementos más dispares, que se ensamblaron sin un chirrido.      
Bogart no fue sólo un astro, sino un  hombre valiente, un tipo singular que vivió y murió con arreglo a sus propios códigos. “Era un héroe de Hemingway en carne viva”. La definición de Joe Hymas, uno de sus mejores biógrafos, es exacta. “Bogey” conformó un modelo de hombre cuya cualidad más definida fue tal vez la lucidez, sublimada hasta la amargura.
Volviendo al reparto, no podemos dejarnos en el tintero los nombres de Paul Henreid, Claude Rains, Conrad Veidt, Peter Lorre y Sidney Greenstreet. Casi todos ellos trabajaron después con Humphrey Bogart en otras películas que pasaron sin pena ni gloria.
La película es ciertamente algo más que una historia de amor frustrado, enmarcada en un melodrama patriótico que incluye el desarrollo de aventuras cosmopolitas en los años cuarenta -en plena Segunda Guerra Mundial-, en un Marruecos de “boîtes de nuit”, complots y convenciones. Exalta cualidades como el valor, el amor, el patriotismo, el espíritu de sacrificio y la lealtad. 
Todo el mundo vio “Casablanca”, así como todo el mundo iba al “Café Americain” de Rick.
Quizás quede alguno de los más jóvenes que no la haya visto aún y aproveche ahora, a los 60 años de haber recibido tres Oscar, para verla y para entender que, como dijo Jorge Auditore, los altibajos de su filmación y el surgimiento de la idea -¡ni qué hablar de la elección de los actores!-, constituyen en sí mismos una historia tan fascinante como la de sus personajes: seres entrañables que se mueven entre el amor y la lealtad.

© José Luis Alvarez Fermosel

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domingo, 9 de febrero de 2014

Aviso


lunes, 3 de febrero de 2014

Llega el paquete de libros



“…Leer, leer, leer, vivir la vida
Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron…”
(Miguel de Unamuno)

¡Llegaron los libros! ¡Qué alegría!
El paquete es pesado. Es tan bonito, está tan bien hecho que da no sé qué abrirlo, teniendo que cortar bramante encerado, rasgar un papel de embalar de buena calidad, color marfil, y los sellos.
Siempre es grato recibir paquetes de otros lugares, cuanto más remotos mejor. En Argentina los llaman encomiendas.
Todavía más grato es que la encomienda contenga libros. En ese caso uno se abraza a ella como si abrazara a un amigo.
¿Acaso los libros no son amigos? Los libros de toda la vida, de papel, porque aunque ya exista desde hace tiempo, y digan que está proliferando el libro electrónico, el libro tradicional editado en rústica o en cartoné, grande, de lujo, mediano, de bolsillo, en edición popular sigue y seguirá vigente, sin temer la competencia del incoloro, inodoro e insípido libro on line.
El cine no terminó con el teatro ni la televisión con la radio ni la computación con la escritura a mano con bolígrafo o pluma estilográfica, si bien es cierto que hoy en día el correo electrónico y el mensaje de texto son sistemas de comunicación más populares que las cartas que se despachan por correo, que siguen despachándose en cantidades considerables, según datos oficiales.
Nada puede anotarse en los márgenes del libro electrónico, ni subrayar párrafos, ni corregir a lápiz los errores de los traductores, cuando el libro original está escrito en otro idioma y hay que traducirlo al nuestro. Ni el e-book envejecerá junto a nosotros, tornándose amarillentas y quebradizas sus hojas y despegándose, si no están cosidas.

Las librerías

En las librerías huele a… libro, es decir, a papel, a tinta, como en las aulas de los colegios sigue oliendo a humanidad tibia, a tiza, a goma de borrar y a grafito de mina de lápiz, aunque haya computadoras por todas partes.
Los libros, además de lectura pueden contener alguna otra cosa.
Es posible que un día tomemos un viejo volumen de la biblioteca y al abrirlo hallemos una flor desecada entre sus páginas que nos plantea un dilema romántico.
¿Algún pretendiente –como se decía entonces- se la regaló a nuestra abuela al comienzo de un idilio, o el idilio no llegó a prosperar y la abuela tomó la flor del búcaro donde la puso, cuando ya estaba casi marchita y la introdujo entre las hojas del libro que leía –de tapas de cuero de Rusia color vino de Burdeos-, donde quedó olvidada, mudo testigo durante muchos años de un amor imposible?
El gran ensayista argentino Alberto Manguel dice en el final de uno de sus ensayos de En el bosque del espejo –recuerda María Malusardi en el 52 y último número de la excelente revista El Arca: “En medio de la incertidumbre y de muchas clases de miedo, amenazados por la pérdida, el cambio y los dolores interno y externo, para los que no hay lenitivo, los lectores saben que al menos hay, aquí y allí, unos pocos lugares seguros, reales como el papel y vigorizantes como la tinta que nos conceden albergue durante nuestro paso por el oscuro bosque sin nombre”.

© José Luis Alvarez Fermosel

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