miércoles, 31 de julio de 2013

Lo que va de ayer a hoy



¡Qué buen dibujo el que ilustra estas líneas!
Está hecho por un artista del lápiz, cuyo nombre no conocemos, que acaso no habrá ni siquiera intuído que andando el tiempo, no demasiado, por cierto, “gadgets” sofisticados iban a reemplazar esa entrañable máquina de escribir que el buen hombre del dibujo muestra orgullosamente a la niña –su hija, con toda seguridad-, que apenas se atreve tocar ni con uno de sus deditos y su padre utiliza para escribir.
La estampa no es tan antigua, está relativamente cerca en la historia, quizá pertenezca a finales del siglo XIX, como se adivina por el atuendo del caballero de fina estampa, que diría –cantando- Chabuca Granda y el de la niña, con ese gran lazo que ajusta la faja que ciñe su cintura, así como por lo poco que se ve del mobiliario de la estancia: parte de un sillón, los cuadros ovalados, el gran ventanal con barrotes y la mesa que parece sostener a duras penas esa rara mezcla de máquina de escribir y mini linotipia.
Se ve que el señor está contento, porque el artefacto debe ser un último modelo. No hay más que ver su expresión, apenas tamizada por la compostura que era común en aquellos días y parece subrayar el poblado bigote oscuro.
La estampa moverá a los menos románticos a pensar: ¡Qué tiempos, qué barbaridad!; ¿cómo podrían arreglarse, y comunicarse?
Pues lo hacían perfectamente. Así escribieron los libros que escribieron, algunos de los cuales están hoy en nuestras bibliotecas.
De hecho, la gente de entonces carecía de una tecnología tan sofisticada como la actual. Tenían la suya, que les servía. Y, desde luego, casi nadie decía mu bien, veintiún hora o primer vez, como se dice ahora en la radio y la televisión.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 28 de julio de 2013

... Dijo el maestro



Yo cantaba, de chico. Bueno, es un decir. Digamos, mejor, que berreaba. Es que quería ser cantante. Cantante lírico, claro, de ópera.
Así que me pasaba el día berreando por los rincones del viejo caserón familiar, para desesperación de mis padres, mi hermano y mi abuela, e incluyamos a las “chachas”, como llamábamos cariñosamente entonces en España a las actuales empleadas del hogar.
Habría de ser mi abuela, con la sensatez que le caracterizaba, quien encontrara al menos un atisbo de solución a lo que ya tenía visos de convertirse en un problema.
- Nena –le dijo a madre-: ¿Por qué no llevas al niño a un maestro de canto? Que le escuche y que diga si verdaderamente está llamado a convertirse en un nuevo Caruso, o si no sirve ni siquiera para cantar en el coro de la parroquia.
Mi madre encontró muy acertada la sugerencia y un día me vistió con mis mejores galas y me llevó a un maestro de canto que educaba la voz de los cantantes de zarzuela, de cualquier cantante, bah.
El maestro vivía en un piso imponente en la calle Lope de Vega, en el llamado barrio de las letras de Madrid.
Nos recibió en un gran salón con cuadros de señoras gordas muy escotadas y el pelo recogido y caballeros con barba y bigote a la borgoñona. El mismo maestro tenía una de esas barbas, blanca y muy bien recortada.
Había bustos de celebridades del canto –pensé yo- sobre columnas blancas que luego supe que eran de alabastro; muebles antiguos y hermosos, sillas tapizadas de damasco, o de una tela similar; un gran espejo oval con marco dorado, sillones de cuero oscuro, que se veía bastante gastado; una biblioteca que ocupaba toda una pared y libros esparcidos por todas partes.
Por un gran ventanal apenas velado por unos visillos entraba la cansada luz gris de la tarde que se iba.

Un piano gigantesco

Al fondo había un piano –que me pareció gigantesco- bajo un gran cuadro con un paisaje de montaña.
Me fijé en todos estos detalles, con curiosidad infantil.
El maestro había hecho sentar a mi madre en el sillón más grande, que se adivinaba que era el más cómodo. El permanecía de pie frente a ella, con una mano apoyada en un bargueño, en una postura casi estatuaria. No dejaba de tener cierta majestad, alto y corpulento como era.
Llevaba un traje oscuro con chaleco cruzado por una cadena de oro y gemelos en los puños de la camisa blanca. Para mí, y para la época era un hombre mayor, de unos sesenta y tantos años, pero bien conservado.
- Usted dirá, señora  -dijo el maestro en un momento dado, dirigiéndose a mi madre-.
- Pues nada, maestro: este niño, que quiere ser cantante.
Una chispa de interés animó sus ojos, que eran grandes, claros y un poco prominentes.
Sin decir nada se acercó a mí, me puso delicadamente una mano en el hombro y me llevó hasta el piano. Se sentó en el taburete, posó las manos en el teclado y me preguntó:
- ¿Qué quieres cantar?
- Lo de Fiel espada…, del Huésped del sevillano.
- El maestro empezó a tocar los primeros compases. Yo me arranqué como un caballo que se desboca.
El maestro dejó de tocar en el acto. Saltó del taburete y dijo con imperio:
- ¡Cállate inmediatamente, hijo mío!
Y a continuación, volviéndose hacia mi madre:
- ¡Señora, el niño tiene poco pecho y mala voz, pero desafina!
Ahí terminó mi carrera de cantante, sin haber empezado.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 25 de julio de 2013

Literatura y ortografía



Releo La gente de Smiley, de John le Carré. La traducción –no conseguí una edición en inglés- es muy buena.
Incluye frases como ésta: Aunque sigue siendo cierto que en ningún lugar el verano empalidece más espléndidamente que a lo largo de las orillas anaranjadas y doradas del Alster
¿Qué les parece esta otra?: En los álamos murientes las cornejas sabiamente escogían un súbito arrullo para lanzar un shakespereano presagio de gritos…
Otra más: Escuchó el retumbar del bosque a medida que la lluvia se abatía sobre él…
Es evidente que el traductor, o la traductora, es persona versada en literatura, pasada tal vez por una o más universidades y quién sabe si por alguna inglesa, Oxford o Cambridge; debe escribir, también, quizá versos.
Es una pena que en la traducción haya dos gruesos errores de ortografía, como elegir y ambages escritos con j, en vez de con g y otros dos o tres de menor importancia, como menjunje por mejunje y rebalsar por rebosar, que están incrustados desde hace mucho tiempo en el lenguaje argentino, como espamento por aspaviento, carcamán por carcamal, comparencia por comparecencia y alguno más. Se consideran ya argentinismos, me parece.
Ahora bien, digo yo: ¿hay correctores, o gente que vaya revisando el trabajo de los traductores, hoja por hoja, a fin de evitar que las faltas de ortografía mancillen el texto? ¿O esos presuntos correctores no ven los errores, no les parece que lo sean? ¿O esperan a que el libro esté traducido para revisarlo al final, y les da pereza enfrentarse con quinientas páginas, y no lo hacen, y que salga todo como sea? 
Ya he hablado por radio y escrito en los medios gráficos de esto. De manera que hoy me limitaré a transcribir unos párrafos de un artículo muy bueno de María Elena Walsh -a quien seguimos recordando-, titulado Idioma y pobreza y contenido en su libro Diario Brujo.

No son los pobres

Los pobres –hoy llamados carecientes, porque el eufemismo es el oropel de la hipocresía, digamos más bien desposeídos- suelen ser modelos de corrección, saben muy bien lo que quieren comunicar y nadie deja de entenderlos. Muchos porque son provincianos o de diversos países hispanohablantes, otros porque disfrutaron de una incompleta pero excelente enseñanza primaria.
A renglón seguido María Elena afirmaba: El desmadre idiomático procede de gente relativamente educada, en general de clase media o alta que discursea sin sospechar hasta dónde es una predadora de una sociedad civilizada.
El “cole”, los maestros que nos enseñan las primeras letras son de vital importancia en el aprendizaje del idioma. Los buenos maestros, se entiende, no como aquella que no sabía multiplicar dos por cero.
A la universidad hay que ir sabiendo hablar y escribir bien, porque en sus claustros nos enseñarán otras disciplinas. No tienen tiempo, ni es lo suyo corregirnos la sintaxis y la ortografía
La posición social, el encumbramiento, la riqueza, las relaciones y otros factores por el estilo no determinan que tengamos una buena ortografía. Hay que haber tenido buen “cole” y haber aprendido bien en él.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

miércoles, 24 de julio de 2013

Las máquinas parlantes de la noche



Graban la cinta, o el disco, o lo que sea –algo que ha de tener un nombre en inglés- y te lo tiran por teléfono, a cualquier hora del día o de la noche.
Es publicidad, son encuestas, o mentiras, como que te has ganado un automóvil a estrenar, o una tableta –no precisamente de chocolate-, o un viaje a Bariloche, lo cual no es cierto, insistimos: no te has ganado nada, a no ser la participación en un sorteo, o en una rifa en la que tus posibilidades de ganar -lo que sea- son remotas a más no poder, porque tienes que competir con centenares de miles de personas.
Te llaman, te llama orwellianamente la puñetera máquina y te descarga una andanada de palabras, de las cuales no sueles entender más que la mitad porque, esa es otra: se habla cada vez peor.
Estoy escribiendo esto a las nueve de la mañana, hora en que para mí, que me acuesto tardísimo, no puede hacerse otra cosa que dormir, exactamente lo que no he podido hacer en toda la noche porque el teléfono no ha dejado de sonar.
Me aconsejan que cuando me vaya a dormir descuelgue, es decir desconecte los teléfonos –porque llaman por el de tierra y por el celular-.
Pero uno tiene familia, y amigos que viven como uno al borde del peligro en un país cada día más inseguro, en el que menudean los asaltos y los accidentes de todo tipo, que le pueden pasar a cualquiera, a cualquier hora.
¿Cómo dormir tranquilo, desconectado del mundo, con las cosas que pasan, que pueden pasarle a una persona de nuestra familia, o de nuestro entorno y tenga que llamar para darnos la (mala) noticia?
Vivimos sometidos a muchas y muy fuertes presiones por esto, lo otro y lo de más allá y consiguientemente con los nervios de punta. Lo único que nos hace falta es no poder dormir de noche.
Ni siquiera puede uno permitirse el desahogo de reconvenir a quien nos llama a horas intempestivas en cuanto descuelga uno el teléfono y escucha la oferta, o la petición de datos, nuestros datos, que vaya uno a saber a donde irán y que se hará con ellos, si los damos.
Un detalle de los distópicos tiempos totalitarios en que nos debatimos. Porque no es una persona la que nos llama: ¡es una máquina!

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 23 de julio de 2013

Watson era mujer



Pues sí, de Sherlock Holmes se trata. Una vez más, el célebre y clásico detective, incorporado desde 1887 al mundo de la literatura policial.
Reaparece, de modo un poco teatral –no podía ser de otra manera- ¡en los Estados Unidos!
Ya lo dijo su creador, el propio Arthur Conan Doyle: “Nacido en las postrimerías de la era victoriana, continuó sus aventuras durante el brevísimo reinado de Eduardo VIII –que dejó el trono para casarse con la norteamericana Wallis Simpson- y aún tiene su lugarcito en estos días afiebrados”.
Ahora, en pleno siglo XXI y después de haberse paseado por la radio y el cine, Shelock Holmes aparece en la televisión en la serie Elementary de Robert Doherty, estrenada en la  CBS el 27 de diciembre de 2012.
El británico Jonny –sin h intercalada- Lee Miller es un Holmes que se va a vivir a Nueva York tras haberse sometido en Londres a un tratamiento de rehabilitación para drogadictos.
No le acompaña Watson en esta oportunidad. Mejor dicho, no es que no le acompañe: Watson es una mujer, también médica, contratada por el padre del detective para que mantenga a su hijo  alejado de las drogas.
La cirujana Joan Watson, a la que da vida la actriz norteamericana de origen chino Lucy Liu termina por convertirse en su ayudante.

Una versión novísima

Una versión novísima de las aventuras del inquilino de la calle Baker 221 B, no tan nueva si se tiene en cuenta que la idea de Watson mujer es muy antigua.
En el libro En el salón de los Queen de los escritores estadounidenses Frederick Dannay y Manfred Lee se dice, para ser precisos en la hoja 47 –hoja como capítulo en este caso-: “La revelación más discutida, más blasfema, más sensacional de nuestra generación –y tal vez de todos los tiempos- fue: ´Watson era una mujer´”
A continuación se explica que esa bomba H (H de Holmes, desde luego), fue lanzada verbalmente dentro del sagrado recinto del hotel Murray Hill de Nueva York, durante una reunión de los Irregulares de Baker Street en la noche del 31 de enero de 1941.
Quien osó lanzar tamaña afirmación fue Rex Stout –otro escritor norteamericano, creador del detectiva Nero Wolfe- que había sido invitado a asistir a aquella reunión memorable como Huésped de Honor, pero de la que finalmente salió con la cabeza alta y la barba erizada, cual Huésped del Deshonor.

El sacrilegio fue impreso varias veces

El sacrilegio de Stout fue impreso poco menos que “ad infinitum”. Apareció por primera vez en The Saturday Review of Literature el primero de marzo de 1941.
Posteriormente las “malvadas y procaces palabras” –según los turiferarios de Sherlock Holmes- siguieron detonando en The pocked mystery reader (1941) y Profile by gaslight (1944), donde aparecieron desmentidas por Julian Wolf: “¡Watson no era una dama!” ¡Nadie mejor que un Wolf para refutar a un Wolfe!
Los escritores estadounidenses de ficción policial Daniel Nathan (Frederick Dannay) y Manfred Lepofsky (Manfred Lee), primos hermanos, crearon el personaje de Ellery Queen, un detective aficionado que ayuda a su padre, el inspector Richard Queen de la policía de Nueva York a resolver los casos de asesinato más complejos.
Dannay y Lee –los nombres por los que fueron universalmente conocidos- decidieron usar como seudónimo común el mismo nombre que le pusieron a su detective, inspirándose en la fórmula y el estilo de Philo Vance de S. S. Van Dine.
A lo largo de casi medio siglo escribieron sin salir de su Brooklyn natal más de 150 novelas y relatos, muchos de los cuales fueron llevados con éxito a la radio, la televisión y el cine.

Revista de Misterio Ellery Queen

Cofundaron y dirigieron la Revista de Misterio Ellery Queen, considerada por unanimidad como la más influyente de todas las publicaciones de su género en los últimos 65 años.
También fueron editores, coleccionistas y antologistas de novelas y cuentos policiales.
Los libros y las revistas de Ellery Queen, un clásico entre los clásicos, ocuparon siempre un lugar preeminente –junto a las de Conan Doyle- en todas las bibliotecas que tuvimos desde que empezamos a formar la primera.
Ahora, al cabo de tantos años, algunos sherlockmaníacos heterodoxos nos solazamos al ver a Watson convertido en la bella e inquietante Lucy Liu, que aporta al papel del amanuense y exégeta de Sherlock Holmes su encantador exotismo oriental.

© José Luis Alvarez Fermosel
 

domingo, 21 de julio de 2013

Tener tan loco el corazón...

Pues nada, que a Antonio le han puesto una válvula.
Cerca del corazón, se entiende. Le sacaron la que él tenía, con la que vino al mundo, porque estaba un poco escuchimizada y le daba achares, como si de una novia casquivana se tratara, en vez de una válvula. ¡Joder!
Ahora bien, si lo que se pretendió con ese recambio fue que Antonio tuviera de ahora en adelante un poco menos loco el corazón, ¡a Jaramillo con el tranquillo!
Porque Antonio tendrá siempre un poco loco el corazón, a la manera de la canción Mi loco –tonto en América del Sur- corazón de Roberto Inglez, en cuya orquesta se lucían los tambores, catalizados por la bella crooner chilena Mona Bell en épocas en que Antonio, otros y un servidor éramos muy jóvenes y muy románticos.
(Creo que Mona ganó un premio en un festival internacional de la canción, no me acuerdo en donde, quizás en Benidorm)
Era cuando aún quedaba mucha gente que daba su palabra de honor y la cumplía: un apretón de manos era una prenda, un juramento y un convenio; cuando los hombres no querían, como ahora, ser mujeres (ver nota relacionada); no se operaba bajo falsas banderas, ni había muñidores electorales, ni inflación, ni políticos corruptos, ni socaliñas, ni astigmatismo mental.
Se jugaba a cartas vistas; había trabajo, y aun prosperidad para toda la gente que se buscaba la vida honradamente.
Había verbenas y otros festejos populares, Feria del Libro, flamenco en Los Gabrieles y Villa Rosa y juergas de madrugada en las Cuevas de Nemesio y la venta La Peque, en Peña Grande.
Bobby Deglané triunfaba por todo lo alto con su Cabalgata Fin de Semana en Radio Madrid y el rey indiscutible del teatro era Alfonso Paso, excelente comediógrafo y excelente persona.
 
Un preboste en Yeserías
 
El preboste Epifanio Rebolledo se quejaba de que los guripas le habían metido en la tocinera y se lo habían llevado a la trena de Yeserías.
Uno trabajaba en su tesis Psicología de la apariencia. Dijo Schopenhauer: “La belleza es una carta de recomendación que de antemano gana los corazones”. Qué razón tenía.
El Madriles y Melitón, los dos últimos cocheros de punto de Madrid, recorrían las calles de los barrios céntricos, sorteando hábilmente automóviles y buses con sus viejos y entrañables pencos, que ya sabían ir solos al café Gijón.
César González-Ruano, que también tenía loco el corazón, los entrevistaba a menudo. El Madriles le dio un día un soberano plantón en la Plaza del Rey, frente al cabaré Casablanca.  Había cafés de tertulianos en un Madrid con más broma que drama; y bares con melodía, como el que abrieron en un lugar que no se prestaba para que se abrieran en él bares americanos los hermanos Antonio y Pepe Ranea.
Ya el primer vodka sauer le sacaba a uno ronchas al loco corazón en la dulce penumbra de la calle Manuel Cortina, en pleno barrio de Chamberí, por el que uno zascandileaba con el loco corazón forrado por la alpaca impecable de Moisés Córdoba, sastre de buena mano. La joie de vivre.
En el café Roma, en la calle Ayala, Fernando Vizcaíno Casas tomaba el aperitivo del mediodía y cerca, en el Xauen de la calle Serrano, paraba Fernando Villalba.
¡Ay, Antonio, que nos has hecho subir a los cerros de Úbeda, con eso de que te han puesto una válvula que, estamos seguros, no ha de sofrenar los deliquios de tu loco corazón cuando camines por la Cuesta de San Vicente, con rumbo a los jardines del Campo del Moro para solazarte desde allí con la maravillosa vista de Madrid en lontananza!
 
© José Luis Alvarez Fermosel
 
Nota relacionada:
El macho posmo con faldas y a lo loco – ¿Dónde hay un hombre?

jueves, 11 de julio de 2013

Colón no tiene paz

Está visto que Colón no puede tener paz; ni después de muerto, ni después de alcanzar el bronce.
Han echado abajo una estatua suya que estaba en una plazoleta cercana a la Casa Rosada (Palacio de Gobierno) de Buenos Aires. Dicen que es para arreglarla.
Semanas atrás se discutió en los más altos niveles del gobierno argentino si la estatua en cuestión debería seguir donde estaba o habría que llevarla a Mar del Plata, en la costa atlántica.
El caso es que Cristóbal Colón está una vez más por los suelos.
Una reputada profesora de literatura española de la universidad estadounidense de Georgetown ha declarado que después de estudiar exhaustivamente la vírgula de Colón está en condiciones de asegurar que era judío y hablaba catalán.,
La profesora –catedrática, en realidad- es Estelle Irizarri, condecorada por el gobierno español, no por decir que Colón era judío y hablaba catalán, naturalmente, aunque muy bien  podría tener razón, sino por otros méritos.
Lo de judío y catalán, que se ha repetido hasta el cansancio, ¿no tendrá una connotación peyorativa, discriminatoria? Porque ya sabemos cómo las gastamos los españoles, que nos damos entre nosotros que es un gusto.
Al Almirante se le atribuyeron –en España también, que es lo que llama la atención- y siguen atribuyéndosele varias nacionalidades, a ver si al cabo de los siglos puede  hacerse tambalear el andamiaje de la historia, y quitarle un poco de mérito a la gesta española del descubrimiento de América. Hasta ahora es italiano: genovés, por más señas.
Por decir cosas de Colón hasta se dijo que era un espía portugués.
¿Y qué? ¿En nombre de quién se lanzó a la mar en esas tres cáscaras de nuez: Santa María, Pinta y Niña? ¿Quién financió el viaje? ¿A quién le ofreció las tierras descubiertas? Entre paréntesis, Colón no mató a ningún indio, que se sepa.
Si Colón hubiera sido realmente judío y su primera lengua la catalana, ¿qué de malo tendría eso, y en qué cambiaría la historia?
Colón debía tener mal carácter, y peor mano para las relaciones públicas.

Sigue investigándose

A más de cinco siglos sigue investigándose a Colón, a ver si sale algún trapo verdaderamente sucio. Es que Colón no gusta, no nos engañemos; no nos ha gustado ni siquiera a los españoles, ¡qué notable!
Se insistió machaconamente en que sus orígenes fueron oscuros y que zascandileó de aquí para allí en la Europa que fue.
De buena fuente me contaron el otro día que hay un grupo de historiadores que trata de averiguar por todos los medios si Cristóbal Colón era homosexual, porque acaban de surgir rumores en ese sentido. ¿Y qué, si lo hubiera sido?
¡Tanto estudio, tanto quemarse las pestañas…! Tanto extraer papelorios amarillos de vejez de los polvorientos archivos del cronicón, husmear en códices antiquísimos, traducir,  conjeturar, aventurar, deducir. Una vírgula por aquí, otra vírgula por allí...
A Jacinto Benavente le pateaban una obra en un céntrico teatro de Madrid. La sala se venía abajo, tanto y con tanta fuerza pataleaba el “respetable público”.
El incomparable don Jacinto –laureado con el premio Nobel de literatura en 1922- asistía impertérrito al pateo entre bastidores, con su infaltable habano y su amigo, el también escritor (peruano, radicado en Madrid) Felipe Sassone a su vera.
En un momento dado, el autor de Los intereses creados dejó el puro y le dijo suavemente a Sassone, refiriéndose al “respetable”: ¡Pobres, pobres, cuánto trabajan! Toda esa energía aplicada al Plan Nacional de Carreteras 
Si los científicos trabajaran tanto como los estudiosos de Colón ya se habría descubierto un remedio contra el cáncer.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

domingo, 7 de julio de 2013

Por el humo se sabe


Por el humo se sabe
donde está el fuego;
del humo del cariño
nacen los celos:
Son mosquitos que vuelan
junto al que duerme
y zumbando le obligan
a que despierte.

¡Si yo lograra,
de verdad para siempre,
dormir el alma!
Y, en la celdilla del amor aquél,
borrar el vértigo
de aquella mujer.

Por una puerta
del alma va saliendo
la imagen muerta.
Por otra puerta llama
la imagen que podría
curarme el alma.
Se me entra por los ojos
y a veces sueño
que ya la adoro.
Cariño de mi alma
recién nacido,
la llama extingue,
¡ay! de aquel cariño.

¡Vana ilusión!

En amores no vale
matar la llama,
si en las cenizas muertas,
queda la brasa.
El amor se aletarga
con los desdenes
y parece dormido,
pero no duerme.
¡Ay, quién lograra
de verdad para siempre
dormir el alma!
Y, en la celdilla del amor aquel,
borrar el vértigo
de aquella mujer
fatal. ¡Ah! fatal.

La romanza Por el humo se sabe de Doña Francisquita está considerada como una página lírica de singular calidad, que cobra excelencia en la privilegiada voz del tenor lírico español Alfredo Kraus, versión que ofrecemos aquí.
Doña Francisquita, basada en la comedia La discreta enamorada, de Lope de Vega, está considerada por sus características una ópera cómica. Es, en todo caso, un modelo del género grande.
La música es del maestro Amadeo Vives y la letra de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw.
Se estrenó en el Teatro Apolo de Madrid el 17 de octubre de 1923 y desde entonces no ha dejado de representarse y de ser aplaudida como un fiel retrato del Madrid romántico, pleno  de viveza, frescura y colorido. Sus autores no dejaron caer la obra en la mera recreación histórica.
La acción se sitúa en el Madrid del siglo XIX, durante el carnaval.

© J. L. A. F.

Vídeo:

jueves, 4 de julio de 2013

Los principios del hombre sabio



“Es propio del hombre sabio alimentarse moderadamente de agradable comida y bebida, y obtener placer de los perfumes, de la belleza, de las plantas vivas, del vestido, de la música, de deportes y teatros, y otros lugares de esta índole que puede el hombre usar sin inferir daño a sus congéneres”.
Esto dijo el pensador holandés Baruch Spinoza en su obra Etica, escrita en 1765 y publicada después de su muerte, ocurrida en 1677. Había nacido en 1632.
Spinoza definió la codicia como (…) una especie de locura, aunque no enumerada entre las enfermedades.
Heredero crítico del cartesianismo, Baruch Spinoza está considerado como uno de los tres grandes racionalistas del pensamiento del siglo XVIII, junto con el francés René Descartes y el alemán Gottfried Leibniz.
Compartió con Thomas Hobbes el pensamiento determinista.
En lo político se le considera precursor de Jean-Jacques Rousseau.
Spinoza publicó sólo dos libros en su vida: Principios de la filosofía de Descartes  y Tratado teológico político, obra ésta última que causó un gran revuelo por su crítica racionalista de la religión.
El resto de sus obras, incluída Etica, vio la luz después de su muerte, publicada por sus amigos.
No vendría mal, con los tiempos que corren, añadir a las citas de Spinoza ésta del Sexto Canto del Inferno, de Dante: La soberbia, la envidia y la codicia son las tres chispas que han prendido fuego a los corazones de todos. De rigurosa actualidad.
Poca ética y menos estética, si cabe, caracterizan el posmodernismo en que nos debatimos.
Volviendo a Spinoza y a otros tiempos, cuando abundaba la ética –que trata de la moral y los deberes del hombre--, y la estética se centraba en el estudio de la esencia del arte y de las relaciones de ésta con la belleza, recuerdo a mi abuelo paterno hojeando una edición de la Etica de Spinoza encuadernado en cuero azul e impreso en Londres, poco después del año 1700. Siempre que lo veía me leía un párrafo.
La primera edición de la Etica de Spinoza apareció en 1677.
Es un libro que merece la pena leer y que lo relean aquellos que ya lo leyeron una vez. Hay ediciones baratas.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

martes, 2 de julio de 2013

Café, sobremesa y un poco de historia



“Fui a la cocina a hacer café, cubos de café. Fuerte, amargo, ardiente, cruel, depravado. El fluido vital de las personas cansadas”.
(El largo adiós, Raymond Chandler)

No hay sábado sin sol, ni mocita sin amor, ni cura que no se case, ni mal que cien años dure, ni mal que no se pase.
Ni mucho menos hay comida sin sobremesa, ni sobremesa sin café.
Una leyenda atribuye el descubrimiento del café a un joven pastor yemení (de la República Arabe de Yemen, a orillas del Mar Rojo), quien bebió una infusión hecha de pequeños frutos verdes que comían sus cabras, las cuales desarrollaban inmediatamente después de la ingesta una actividad inusitada.
El descubrimiento se extendió por Etiopía y de ahí pasó a Arabia, donde a lo que sería posteriormente el café se le llamó kawa, por tener el mismo color negro de la piedra sagrada de los musulmanes: la kaaba, que se guarda en La Meca, en Arabia Saudita.
La costumbre de tomar café se propagó rápidamente, después de haber llegado a Europa y pasar de ahí al resto del mundo.
Decía Agustín de Foxá que los romanos, que llegaron a la perfección en sus menús, se perdieron la cereza del pastel: la sobremesa con café, brandy u otro aguardiente destilado y los cigarros. ¡Cómo les hubiera gustado a Lúculo y Trimalción una taza de buen café azucarado y un habano, después de sus ostras y sus lenguas de ruiseñor!
Se privaron de ese placer por no haber sido aún descubierta América, inventora de la sobremesa, pues nos da el ron, el azúcar de caña y el tabaco. (Ahora no fuma nadie, o casi nadie).

Cuerpo, aroma y acidez

El café debe tener cuerpo, aroma y acidez. La armonía de estos tres factores origina los cafés de calidad excepcional: Blue mountain. Moka, Kenia y Caracolillo. Son los más caros, naturalmente.
También son muy buenos los cafés naturales de Brasíl, los ligeros de México, Ecuador, Costa Rica, Perú, Bolivia y los milds (mejores suaves) de Colombia.
El café debe tomarse como indica su nombre, café: caliente, amargo, fuerte y espeso.
Hay otros modos de regalarse con él. Por ejemplo, mezclándolo con brandy, ron o anís. Si se lo prende fuego tendremos el hispánico carajillo.
El carajillo no es para tipos febles, educandos de los padres franciscanos, señoritas remilgadas y aquellos que cuando les gusta algo de comer o de beber dicen con voz melíflua: “qué rico, qué suave…”
Otra mezcla de café y licor es el café irlandés, que se debe a la imaginación de un barman de Dublin (Irlanda), que en 1946 incorporó crema y whisky a un café caliente y con azúcar. Ahora bien, un buen café irlandés deberá ser espeso, oscuro, estar endulzado con azúcar morena, contener whisky irlandés en abundancia y estar coronado no por un mejunje salido de un spray de crema de afeitar, sino por nata auténtica montada a mano.
En Lieja (Bélgica) suelen añadirle helado de vainilla al café caliente y dulce. Los rusos le ponen vodka y los colombianos ralladura de genjibre y azúcar de caña.
El mazagran recibió su nombre de una pequeña ciudad de Argelia, donde un puñado de legionarios franceses resistió heroicamente varias semanas el asedio de las tropas de Abd el Kader, muy superiores en número y armamento. Al agotarse los víveres se alimentaron de café tostado con azúcar y unas gotas de brandy. En su honor se creo el mazagran, que consiste en café frío con marrasquino, azúcar y cubitos de hielo. El marrasquino es un licor de cerezas amargas llamadas marraskas que proceden de Dalmacia, aunque el mazagran se elabora actualmente en Italia.

Café americano

El café americano (de los Estados Unidos) lleva el doble o más de agua que el convencional. Para hacer el expreso se pasa agua hirviendo a presión por un filtro lleno de café molido muy fino. El capuchino es un expreso con leche que se calienta al vapor de la cafetera, para conseguir espuma. Suele añadírsele una pulgarada de canela. Para hacerlo a la turca se mezcla el café convertido en polvo con azúcar en la cafetera, se agrega el agua y se le da un hervor; se deja reposar y se toma sin filtrar.
Los madrileños somos muy aficionados a tomar café… en el café, donde además de hacer los honores a tan rico brebaje formamos tertulias y discutimos de todo lo divino y lo humano.
Toda ocasión y toda estación del año son propicias para tomar un cafelito: con leche por la mañana y acompañado por churros, solo o cortao por la tarde o con un poco de brandy, y como se prefiera después de cenar.
Los porteños son iguales en eso de tomar café a cualquier hora que los gatos, como se nos llama a los naturales de la Villa y Corte.
Y ahora les dejo porque me tengo que ir a tomar un café con un amigo que acaba de llegar de Bogotá, donde toma café a destajo.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada: