jueves, 30 de abril de 2009

Banco vacío en la niebla

Imagen más que inquietante, no exenta de cierta belleza melancólica.
No por la niebla que vela contornos y los tiñe de gris, e incluso tamiza las luces potentes de los faroles eléctricos, charolando un pavimento de pequeñas baldosas rectangulares.
La bruma opalina en la alta noche, claroscuros, árboles esqueléticos; es invierno, se ve que hace frío.
Lo peor es el banco, que sabemos que en realidad no está vacío porque en él se ha sentado un fantasma. Los fantasmas rondan por los parques y las plazas las noches de niebla y cuando se cansan se sientan en los bancos.
¡A ver quién es el guapo que se atreve a sentarse en ese banco! Si alguien lo hiciera escucharía en el acto una voz de ultratumba, como la del Comendador cuando fue convocado por don Juan Tenorio, pidiéndole que se levantara.
¿Y si el fantasma fuera del sexo femenino y uno sintiera que unos dedos helados le revolvieran el pelo?
Al pasar por un paraje así, determinados caballeros se tientan los bolsillos del impermeable cruzado buscando el frío alentador de un revólver.
En estos casos lo mejor es pasar de largo, cuanto más aprisa mejor, silbando una cancioncilla cualquiera, de una opereta, por ejemplo, algo alegre que distraiga a los fantasmas, que se despistan con la música ligera.
A los fantasmas les va Wagner, pero se encrespan si oyen, un suponer, un fragmento de “Tannhäuser”, o se ponen tristísimos si los acordes son de “Tristán e Isolda”.
De cualquier manera, qué sensación de soledad tan categórica, tan expresiva en su inmovilidad y su silencio. Ese banco vacío entre las largas sombras color mercurio, en la humedad, tan ostensible, casi tan terroríficamente vacío.
Para mí que esta fotografía la tomó un fantasma que quiso tener una instantánea de su novia sentada en el banco. Naturalmente, nosotros no la podemos ver.


© José Luis Alvarez Fermosel

Más epigramas

Confortados con unos “épigrammes à la Michelet”, volvemos a los epigramas literarios, entreverados de expresiones y dichos del lenguaje popular español.
Uno de S. J. Polo, con reminiscencias de lecturas de clásicos:

A una vieja que ignoraba
quince lustros que tenía,
y un mondadientes llevaba
(aunque sin ellos estaba),
un galán le dijo un día:
-deja los impertinentes
modos de engañar a las gentes.

A veces el epigrama era demasiado punzante:

Casóse anoche Carrillo;
de novio pasó a novillo.
(G. Geminard)

Ramón Taboada escribió:

A su amigote Simón
Preguntábale Guillén:
-¿Qué tal tu mujer?
-Muy bien,
siempre a tu disposición.

J. M. Villergas se sacó de la manga esta cuarteta:

A la luz de un entierro que pasa,
un centinela inexperto dio el alto
gritando: “¿Quién vive?”.
Y le contestaron: “¡Un muerto!”

La política:

Aceptando una cartera
el político don Luis
jura que hace un sacrificio.
Y es verdad…, el del país.
(Ventura Ruiz Aguilera)

Baltasar del Alcázar, gran escritor festivo español -sevillano, por más señas-, anticipó la poesía satírica de Quevedo, Ruiz de Alarcón y Góngora, que fue tan corriente en el siglo XVII. He aquí un fragmento de su famoso poema “Cena jocosa”:

Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna.
Porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
midénlo, dánmelo, bébolo,
págolo y voyme contento.

El bueno de Baltasar, que era aficionado a la buena mesa, reveló con que acompañaba su comida:

Con dos tragos del que suelo
llamar yo néctar divino,
y a quien otros llaman vino
porque nos vino del cielo.


Un epigrama tabernario –por llamarlo de alguna manera- y anónimo:

Pide, bebe, calla, paga, vete…

Otro que se le atribuye nada menos que al rey Alfonso X el Sabio:

Leed viejos libros,
bebed viejos vinos,
quemad viejos leños,
tened viejos amigos.

Cuando en España se hace algo de prisa y corriendo se dice que se hace a matacaballos, después de caerse del guindo, o de la higuera, es decir, de estar en la luna. Son habas contadas es una expresión equivalente a son cuatro y el cabo para decir que –los que sean- son pocos. Saber más que el lápiz es saber mucho y estar hasta las manos, o hasta el gorro es, por ejemplo, estar tapado de trabajo.

Tienes un morro que te lo pisas equivale a decirle a uno que tiene la cara muy dura. Ese tío va “salao” quiere decir que va borracho y me trae al pairo, me importa un bledo.

Si vamos a hacer algo heterodoxo, o a meternos con alguien, recordemos que
donde las dan las toman y callar es bueno.



© José Luis Alvarez Fermosel



miércoles, 29 de abril de 2009

"Spanglish" al día

Los idiomas se corrompen día a día. No sólo el español, sino también el inglés, por no poner más ejemplos. El contubernio entre ambas lenguas ha dado un hijo bastardo: el "Spanglish", que cada día goza de mejor salud.
Este engendro toma el principio de la palabra en inglés y el final como se diría en español.
De modo que si usted viaja a Miami o a ciertas zonas de California, o a Texas, o incluso a Nueva York, a cualquier parte de los Estados Unidos, bah, y no habla inglés, necesitará un diccionario de "Spanglish".
Este "idioma mixto", de difícil entendimiento, incluye verbos como "parkear", del inglés "to park", estacionar un automóvil, que dio origen a "aparcar" y a "aparcamiento", como se dice (mal) en España.
En inglés, "to sign" es firmar, que en "Spanglish" se dice "signear". El "rufo" es el "roof": tejado, en inglés. Los "socketines" derivan de "socks", como se les llama en inglés a los calcetines, más la terminación de la palabra en español. "Cool", ¿no?
"Glass" es vaso, en inglés. Quienes dominan la nueva lengua dicen, por ejemplo: "Dame un "glasso" de leche".
Si el grifo, o la canilla del agua gotea, en "Spanglish" se dirá que "likea", de "to leak", que quiere decir eso, precisamente: gotear.
"Cuquear" no es cosa propia de cucos, sino una corrupción de "to cook": cocinar. Y "watchear", o mirar, viene de "to watch".
Todo por haraganería, por dejadez, por dar por sentado "a priori" que es muy difícil aprender un idioma extranjero, en el mejor de los casos, cuando no por demostrarse a sí mismo, y a los demás, que uno no necesita el idioma inglés para entenderse en los Estados Unidos, porque basta con mezclarlo con el español.
Los estadounidenses están aprendiendo español a marchas forzadas. Muchos lo hablan ya perfectamente.

© José Luis Alvarez Fermosel


lunes, 27 de abril de 2009

El fenómeno "best seller"

Todos los escritores soñamos con escribir un “best seller”, o que cualquiera de los libros que hemos escrito, y terminamos por ver en las mesas de saldos, se convierta en un espectacular éxito de ventas y nos haga ricos y famosos.
Como se dice en un informe de Manuel Rodríguez Rivero, publicado en el diario El País de Madrid (ver nota relacionada), no hay fórmulas mágicas, ni a veces tampoco influye el hecho de que el argumento del libro sea interesante y original, y que esté bien escrito.
Pero cuando se produce el “bombazo” del que se habla en la nota de Rodríguez Rivero, titulada “Cómo se fabrica un ‘best seller’ ”, la explosión es colosal y la onda expansiva parece no tener límites ni concluir jamás.
En esos casos hay que contar las cifras por millones -de ejemplares, de euros, de dólares, o de la moneda que sea-.
El “bombazo” en cuestión se debe casi siempre a un golpe de suerte, a un premio, a una circunstancia rara; y algunas veces al buen ojo de un editor avispado.


© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

“Cómo se fabrica un ‘best seller’”
(
http://www.elpais.com/articulo/portada/fabrica/best/seller/elpepusoceps/20090426elpepspor_3/Tes)
“De escritores y libros”
(
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/04/de-escritores-y-libros.html)


El bardolino del lago de Garda

Bardolino suena a instrumento musical o a diminutivo de nombre propio italiano.
Pero, en realidad, el bardolino es un vino procedente de los alrededores de un pueblo del mismo nombre, situado en la orilla sureste del lago de Garda, uno de los de mayor interés turístico del norte de Italia, a 25 kilómetros del oeste de Verona y 95 al este de Milán.
El bardolino, de un hermoso color rojo rubí, es ideal como vino de mesa. Acompaña muy bien los platos de pasta y carne.
Hay que beberlo sabiamente porque es bastante fuerte: tiene entre 10 y 13 grados de proporción alcohólica.
Es ligeramente embocado, o abocado, es decir, un poco dulce.
Importante: no hay que moverlo mucho. Así que si uno se lleva alguna botella de bardolino a casa, después de haber pasado unas vacaciones cerca del lago de Garda, no habrá que zarandearla.
La región del lago de Garda es de una belleza impresionante. Limita al norte con Trentino, al oeste con Lombardía y al este con el Véneto.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 25 de abril de 2009

"Sous le ciel de Paris..."

Recomiendo entusiásticamente la nota “Pasajes de París” –texto y fotos de Leonardo Antoniadis-, publicada en la edición impresa La Nación Revista, de Buenos Aires el 22 de febrero de 2009.
Se trata de un trabajo exhaustivo, muy bien documentado, por tanto, sobre un tema de gran interés turístico, abordado con la solvencia de un profesional competente que maneja la pluma tan bien como la cámara fotográfica.
Resultado de esta armonía es el texto y las fotos que componen este informe, de un valor inapreciable para cualquier persona que viaje a París.
Nos agrada enormemente saludar trabajos tan bien hechos como éste, tan difíciles de encontrar hoy en día.

© José Luis Alvarez Fermosel



El mundoPasajes de París

Un recorrido por recovecos de la Ciudad Luz que conservan arquitectura y diseño de otros tiempos, y remiten a una época en la que el concepto de urbanización era bien diferente del actual. Rincones que, además, inspiraron a no pocos escritores...

> Ir a la nota
lanacion.com Revista Domingo 22 de febrero de 2009

Disquisición en otoño

El otoño es una estación ideal para catalogar nostalgias. No con la impavidez burocrática y reseca del que pega estampillas en un álbum, o el que congela la poesía del movimiento clavando mariposas en hojas del llamado papel de barba, en el que se plasmaban en una época en España peticiones de cononjías.
El otoño es también una estación apropiada para leer a ciertos escritores golfos y decadentes, como Drieu La Rochelle, Francis Carco, Paul Morand, Arthur Cravan, Barbey D’Aurevilly, Scott Fitzgerald...
Un día, sin saber por qué, ni para qué, uno se viste elegantemente y se va a pasear solo por un barrio con árboles y edificios con bronces y mármoles, y tiendas de venta de ropa de lujo para caballeros, y acaba ineluctablemente comprándose una corbata que no se pondrá jamás.
La niebla del otoño tiene textura de tela de araña y color ginebra azulina, mientras que la del invierno es gris, plomiza y densa y hay que tener cuidado, porque uno puede entrar en ella, como quien entra en un espejo, y no salir jamás. Ha habido casos.
A las mujeres, en otoño, se les oscurecen los ojos y respiran una ansiedad que no saben definir y les lleva, a algunas, a cometer locuras que nunca pensaron que podrían cometer.
No es esa cosa pasional y urgente de la primavera, cuando todo se renueva y se despiertan pasiones que parecían dormidas.
Hay un tono y un tino despacioso y melancólico en otoño, que a pesar de que le recuerdan a uno que ya no es ningún chiquillo, le hacen bien, como la taza de té caliente y la gratitud que le ofrece a uno una vieja amiga a la que uno fue a visitar, porque sabe que está sola y los recuerdos le atacan en tropel, y ya no tiene ni fuerzas ni ganas como para seleccionar aquéllos con los que le gustaría quedarse.
En otoño hay que sentir la voluptuosidad de ir dejando atrás la juventud como a una sucia perra, que dijo César González-Ruano.
Los versos de Vallejo: “Moriré en París, con aguacero…”. El cuarteto para cuerdas de Borodin en Re.
Castañas asadas. Un vino blanco y ligero. Crema y canela. El reflejo de la luna en un martini...
No hay que preocuparse: el futuro es un simple objetivo mecánico-cuántico.
El otoño es estético. Hay que recordar a Niestzche:
“Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo”.
Venía yo de la calle de comprar el pan –las mujeres no saben ir por el pan-.
Se nubló el cielo. Un viento cálido hizo rodar por la acera restos de hojas de diarios y una flor azul pisoteada.


© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

“Canción de setiembre”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/03/cancion-de-setiembre.html)
“Otoño”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/03/otoo.html)

La plaza San Martín

Salí del Jockey Club de almorzar con mi amigo el Duque –no estoy presumiendo, si no me creen, llamen al Duque, o llamen al club-.
Salí del Jockey Club, decía, y en cuestión de segundos me encontré en la recova de Posadas.
Tomé la avenida Nueve de Julio, llegué a la calle Arroyo y seguí por ella hasta el hotel Sofitel. Entré y estuve brujuleando un rato por el bar, la biblioteca, la tienda de regalos; me senté ante un escritorio del saloncito del fondo, donde están los ascensores, pero no escribí nada.
Al cabo, llegué a la Plaza San Martín, una de las más bonitas de Buenos Aires, si no la que más, y recordé mis antiguos barrios.
La plaza está más limpia, más cuidada. Arboles frondosos con pájaros que no cantan, aterrados, seguramente, por cómo están las cosas. No vi ninguna de las aves azules de Manuel Vicent…
Han puesto bancos hechos con listones de madera, pintados de verde, y juegos para niños. En los bancos se besan parejas. Le dan vida a la plaza y adornan la tarde.
Mucha gente cruza la plaza, o pasea por ella. Está bien, porque las plazas vacías dan la impresión de que hubieran sido abandonadas.
Parece que estuvieran esperando a que lloviera y los flecos de agua las difuminaran, y así no pasaran vergüenza por estar solas, cuando están para que en ellas se besen los novios, jueguen los niños, retocen los perros, algún señor con gafas lea un libro sentado en un banco y las palomas picotéen las migas de una merienda tranquila.
La Plaza San Martín alberga el majestuoso monumento al general San Martín. En ella confluyen algunas calles y avenidas muy elegantes, como la calle Florida, que en la plaza deja de serlo, y las avenidas Santa de Fe y del Libertador. Desde la plaza es posible elegir caminar hasta los residenciales y lujosos barrios de Retiro –donde hay varios hoteles de cinco estrellas- y Recoleta.
Muy cerca están el palacio San Martín (ex Anchorena), el Palacio Paz, con el Círculo Militar, el edificio Kavanagh, la basílica del Santísimo Sacramento, la Torre de los Ingleses y el hotel Marriot Plaza.
Las estatuas de piedra miran sin ver un horizonte que todavía no ha delineado la blanda tarde de otoño.



© José Luis Alvarez Fermosel
Nota relacionada:

“El Duque”
(
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/03/el-duque.html)

jueves, 23 de abril de 2009

La derrota

Otro “hit” mío en la radio fue la lectura de la magnífica columna “La derrota”, del escritor español Manuel Vicent, publicada en el diario madrileño El País, para el que escribe con asiduidad y del que yo fui corresponsal en Buenos Aires.
La transcribo tal cual la escribió Vicent, sin ponerle ni quitarle ni una coma, como yo la leía.

“Durante las épocas de paz, las higueras crecen en las grietas más altas de los castillos. Las he visto entre los sillares de Efeso, Pérgamo y Epidauro, en las murallas medievales de Rodas, en las barbacanas de la fortaleza papal de Aviñón. Cuando la larga paz convierte los baluartes en ruinas, a ellas ascienden las aves llevando semillas de higuera y de otros frutales en las patas y estos árboles arraigan y luego brotan en mitad de los torreones, en la cima de los santuarios derruídos, como en un acantilado cuyas elevadas grutas sustentan ramas de granado con nidos de águilas. De igual modo, después de cualquier destrucción a la que el tiempo o la soledad te hayan sometido, también los pájaros azules volarán hasta los resquicios inaccesibles de tu alma con alas llenas de simientes de flores, las cuales nacerán sobre el humus que haya creado el dolor y, entonces, volverá un día de gloria y melancolía para ti. Recuerda que, a pesar de todo, lo más elegante, todavía, es la derrota. De ella quisiera escribir, ahora, mientras suena la música de Donizzetti en el Elixir de amor. En nuestra sociedad, que está amasada con héroes y mercancías, los máximos vencedores siempre acaban anunciando sardinas en escabeche. Así trabaja el destino. Afrodita pasaría hoy modelos de Ives Saint Laurent y Sócrates haría filosofía envuelto en una sábana a la sombra de esa valla donde brilla con el fulgor del cerdo una salchicha de McDonald’s. Huye del éxito, criatura, porque todo el que triunfa, ya ha muerto. Pide sólo que los dioses te quieran, vístete de dril y, apartado de la fama, contempla el mar hasta que tus ojos se vuelvan azules. La victoria engendra dispepsia. En cambio, la melancolía es una vid muy dulce que los dioses reservan para algunos escogidos perdedores. Antiguamente era una enfermedad sagrada. Ahora la melancolía se ha convertido en un estanque cuyo espejo refleja la imagen de algunas ruinas, de sabios y flores, marginados decadentes, aves azules, frutas de oro y la última gente elegante que ha sido derrotada, pero no vencida”.


"Epigramas" asados

Los “epigramas”, en materia gastronómica, son una porción de lomo y una costilla de cordero, que se rebozan con huevo y miga de pan, especias y hierbas incluídas, y se asan en mantequilla y aceite. Se sirven acompañadas por zanahorias glaseadas, cebollas blancas y verdes, berenjenas y setas, grilladas todas.
El tratadista francés Philéas Gilbert –del mismo nombre de pila que el Phileas Fogg de “La vuelta al mundo en 80 días”, de Julio Verne- explica el nombre del plato.
Hacia la mitad del siglo XVIII, en París, una joven marquesa muy adinerada, pero de escasa instrucción, escuchó decir un día a una de sus invitadas a un almuerzo que el día anterior comió opíparamente en la casa del conde de Vaudreuil, quien la había hecho reir a mandíbula batiente con unos epigramas muy divertidos que recitó de sobremesa, con el café, los licores y entre chanza y chanza.
La marquesa de esta historia, cuyo nombre se reserva piadosamente Gilbert, entendió que los epigramas eran una comida. Llamó, pues, a su cocinero Michelet –de éste sí sabemos el nombre- y le ordenó que preparara un plato de…“epigramas” para agasajar con ellos a unos amigos a los que pensaba invitar al día siguiente.
Al pobre Michelet se le planteó un problema casi insoluble. Desempolvó viejas recetas y consultó a varios colegas, pero los “epigramas” como comida no aparecían por ninguna parte ni nadie sabía qué eran.
Ahora bien, ninguna cocinero francés se rinde ante una dificultad, o en este caso un galimatías como el planteado por la señora marquesa.
De modo que Michelet, en un rapto de inspiración, encontró la manera de preparar los “epigramas”, que una vez en la mesa fueron devorados a dos carrillos por los comensales.
Cuando se le preguntó a la anfitriona por el nombre de un plato tan exquisito, ésta respondió con la envidiable seguridad que da la ignorancia:
“¡’Epigramas’ de cordero a la Michelet!”.
Naturalmente, la marquesa no atribuyó las sonrisas, y alguna risa de sus invitados a otra cosa que no fuera una aprobación manifiesta. Triunfante, llamó a Michelet, que recibió encantado los plácemes de los comensales.
Y así fue como la sabrosa y variada cocina francesa se enriqueció con un plato que hasta el día de hoy se conoce con el nombre de “Epigramas a la Michelet”.
Muchos autores de epigramas, de los literarios, habrán refunfuñado en principio, cuando el condumio se popularizó.
Pero al probar los “epigramas” culinarios, sobre todo si estuvieron bien hechos, una sonrisa de satisfacción se habrá dibujado en sus rostros, como la de los invitados de la marquesa, aunque por diferente motivo.



© José Luis Alvarez Fermosel

Epigramas

El recitado de epigramas fue uno de mis “hits” en la radio.
Según el Diccionario de la Real Acadamia Española, un epigrama es
“una composición breve e ingeniosa de carácter festivo o satírico”.
A la caza y captura de epigramas he abrevado en muchas fuentes, entre ellas los libros de mi compatriota y colega Carlos Fisas, autor de varios tomos de Historias de la Historia.
He aquí uno de los epigramas, publicado en el primer libro de Fisas, cuyo autor es Juan de Iriarte –que no tiene nada que ver con el conocido fabulista, también del siglo XVIII, Tomás de Iriarte-:

A la abeja semejante
para que cause placer
el epigrama ha de ser
dulce, pequeño y punzante.

De Tomás de Iriarte es la siguiente fabulilla:

Cerca de unos
prados que hay en mi lugar,
pasaba un borrico por casualidad.
Una flauta en ellos halló
que un zagal
se dejó olvidada por casualidad.
Acercóse a olerla el dicho animal,
y dio un resoplido por casualidad.
En la flauta el aire se hubo de colar,
y sonó la flauta por casualidad.

Varios escritores españoles –algunos del Siglo de Oro- escribieron epigramas, entre ellos Lope de Vega, a quien debemos el que sigue:

Doña Madama Ruanza
tan alta y flaca vivía,
que mandó su señoría
enterrarse en una lanza,
y aún hubo dificultad,
porque de lo alto faltó
y de lo ancho sobró,
la mitad de la mitad.

Juan de Tarsis Peralta, conde de Villamediana, fue autor de muchas de estas composiciones, que se hicieron tan populares. El conde tenía un humor vitriólico y una lengua viperina. Va a continuación una muestra de su feroz ingenio:

¡Qué galán que entró Vergel
con cintillo de diamantes!,
diamantes que fueron antes
de amantes de su mujer
.

Villamediana, que llevó una vida disipada y turbulenta en la corte de Felipe III, murió asesinado a puñaladas una noche, nunca se supo por quién ni por qué, en una calle de Madrid.
Un epigrama de Calderón de la Barca sobre un pecado que sigue comentiéndose a troche y moche y corroe como el oxido:

En los extremos
del hado,
no hay hombre
tan desdichado,
que no tenga
un envidioso, ni hombre
tan venturoso
que no tenga
un envidiado.

Sobre libros y editoriales, o al menos una, escribió Pablo de Jérica, también con su poquito de mala leche:

Nos dices que tu
librejo
se vende en casa de
Bosc;
que allí se encuentra
es seguro; pero que se
venda, no.

Un epigrama de Miguel Príncípe que nos toca de cerca a los periodistas:

Por no saber Juan qué hacer
a periodista se echó,
y el público lo leyó,
por no saber qué leer.

Un poeta cubano, Narciso de Foxá, poetizó en pleno romanticismo, probablemente sobre un amor imposible:

Ese lugar, bella Luisa,
vale un mundo, vale dos,
y si lo anima tu risa,
vale cuanto se divisa,
entre los hombres y Dios.

Solía yo alternar los epigramas que recitaba en la radio con refranes, anécdotas, ocurrencias y dicharachos de los que se oyen a menudo en las calles de los llamados barrios bajos de Madrid. Muchos de ellos campeaban en pequeños letreros adosados a las paredes de bares, tabernas y otros de los llamados, un poco pomposamente, establecimientos de esparcimiento y diversión. Varios botones de muestra, algunos anónimos:

El signo más expresivo de la decadencia de Occidente es la desaparición del aperitivo de la tarde. (Luis Buñuel)

Para razón alcanzar,
dos cosas son menester:
primero razón tener,
y otra que te la quieran dar.
(Anónimo)

El escritor español Bretón de los Herreros y el médico Pedro Mata –que también escribía- vivían en la misma casa y, naturalmente, no siendo familiares, ni siquiera amigos, habitaban en pisos distintos. Como el cartero se equivocaba a veces, y le traía a uno la carta del otro, Mata, enfadado, colocó un pequeño cartel en su puerta que decía:

En ésta mi habitación,
no vive ningún Bretón.

A lo que Bretón de los Herreros contestó:

Vive en esta vecindad
cierto médico poeta,
que al pie de cada receta,
pone Mata, y es verdad.

Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.
(Ernest Hemigway)

Del cantante zaragozano Alberto Casañal:

Cuando hay tierra
de por medio,
no satisface el querer,
que el agua, bebida a morro,
es como quita la sed.

Ver venir, dejarse ir y tenerse allá. Esta es una regla de conducta en la vida, procedente de Andalucía, en el sur de España. Se trata de las tres normas básicas de la gramática parda para conducirse en este mundo traidor, sin que se lo lleven a uno por delante. A esta trinca de recursos se refirió, entre otros autores, la escritora española, de ascendencia alemana, Cecilia Böl de Faber, más conocida por su seudónimo de Fernán Caballero.

Pablo Picasso, además de ser un gran pintor, tenía la suficiente sabiduría como para sostener que cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla inmediatamente.

Del prolífico y tan popular en su tiempo comediógrafo español Enrique Jardiel Poncela: El amor es como la mayonesa: cuando se corta hay que tirarlo y empezar otro nuevo.

Como colofón, un exabrupto mío que se convirtió en un clásico, y no exagero ni presumo. A mis fieles oyentes me remito:

¡El día menos pensado me levanto por los pies de la cama, me lío la manta a la cabeza, tiro por la calle de en medio y salga el sol por Antequera!

O si prefieren:

¡Leña, leña al mono, que es de goma!


© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 22 de abril de 2009

Quiere ver más...

El caballero de la imagen pretende dar la vuelta al cuadro con su bastón, o poco menos. No se sabe si en un museo, una galería de arte o una exposición.
Sea donde sea, lo evidente es que trata de ver más de lo que muestra el cuadro, que no es nada en comparación con lo que se ve hoy en día en las revistas y en la televisión.
No deja de tener gracia la ingenuidad del caballero, que en su afán por verlo todo no piensa que lo que va a ver, si logra inclinar el cuadro sin que se caiga, será sólo la otra cara de la tela en que está pintada la mujer del cuadro –título de una vieja y excelente película de Edward G. Robinson, entre paréntesis-.
Al plasmar el bello dorso de la modelo, el pintor hiperrealista quiso, muy probablemente, contradecir a aquél que le dijo a una señora que le pidió perdón por darle la espalda en una reunión:
“¡Las señoras no tienen espalda!”
Tampoco es tan raro que el buen señor del bastón, entrado en años, quiera ver el torso, y “ainda mais”… de la belleza, un poco metidita en carnes, del cuadro. Hoy que, repetimos, se ve tanto y tan bueno. No puede afirmarse así como así que el hombre tenga inclinaciones de “voyeur”.
La oportunidad del fotógrafo –ese fotógrafo que siempre está ahí- convierte la estampa casi en un chiste y certifica, otra vez, que más vale una imagen que mil palabras.
Así que no escribimos más.


© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 19 de abril de 2009

La rapsodia España

No hay rapsodia tan española, quizás, como la rapsodia España que, sin embargo, no está compuesta por un español, sino por un francés: Chabrier, para ser precisos.
La pieza tiene un estilo de orquestación personalísimo, que no registra influencias. Fue compuesta en 1893 y es la obra de Chabrier más famosa.
La rapsodia España refleja el buen gusto de su autor, así como su firme pulso para la orquestación. Tiene mucha fuerza expresiva.
Emmanuel Chabrier era auvernés. Nació en 1841 en Ambert (región de Auvernia, centro de Francia).
Ejerció una gran influencia sobre el medio musical francés con sus pequeñas piezas para piano, canciones y obras dramáticas.
Compuso ópera, música orquestal, de piano –él mismo era pianista- de cámara y canciones.
Su obra fue reconocida por compositores de la talla de Ravel, Debussy y Auric, quienes creyeron ver en su trabajo rasgos de un impresionismo que se apreciaría después de su temprana muerte, en 1894. Dejó inconclusa una ópera de inspiración wagneriana.
La rapsodia es una pieza musical característica del romanticismo, que tiene diferentes partes temáticas unidas libremente y sin relación alguna entre ellas.
Su nombre procede del rapsoda, aquel que en la antigua Grecia cantaba los poemas de Homero. Rapsodia significa literalmente en griego “canción ensamblada”.


© José Luis Alvarez Fermosel

El hombre de las diez de la noche

Encuentro, plasmada en las páginas de mi vieja y querida agenda Moleskine –todavía me quedan algunas en blanco-, una estampa que no había dado a la luz hasta ahora y lo hago hoy, domingo, no lejos del síndrome de la última hora de este día que, si te descuidas, se convierte en aburrido y un poco, es decir, bastante angustioso.
Se trata del hombre de las diez de la noche, que a esa hora, poco más o menos, sale de su casa, o de donde esté, y se da un paseíto por la Gran Vía de Madrid. Yo siempre me lo encuentro en el tramo comprendido entre la red de San Luis y la Plaza Callao.
Lo he visto varias veces, casi siempre en invierno. Es un señor de una edad indefinida. Lo mismo puede tener cincuenta y ocho años que setenta. Tenga los que tenga, se lo ve muy bien.
De estatura media, tirando a alto, macizo pero no gordo, va siempre muy bien vestido, a la antigua usanza, con un abrigo cruzado color canela que si no es de alpaca y lana por ahí anda.
Lleva guantes de cuero claros. Los zapatos, negros, le brillan en la oscuridad aliviada por las luces violentas de los anuncios luminosos y el alumbrado público.
No me atrevería a asegurarlo, pero me parece que se da un toque de tintura color mesa de comedor en el pelo, ya bastante ralo.
Se deja de su color natural un bigote ceniciento y recortado que, con un poco de imaginación, parece una mariposilla que se hubiera posado en su labio superior, quedándose ahí sin que al hombre le importara.
El señor de las diez de la noche no tiene nada de enigmático ni de inquietante, ni se funde con las sombras como un ninja. Por su aire ligeramente marcial podría ser un coronel retirado, o quizás un “white collar” –como dicen los norteamericanos- o un ex gerente de banco. Los gerentes de banco tienen cierto imperio.
De cualquier manera, se percibe que es hombre terne y está acostumbrado a imponerse, o a destacar. Despliega una autoridad contenida, pero ha de ser simpático, da esa impresión.
Desafía con elegancia el frío y el sutil viento del invierno madrileño, que viene de la sierra del Guadarrama y dicen que mata a una vieja y no apaga un candíl.
Tengo al caballero de las diez de la noche en mi agenda Moleskine y en mi santoral –donde no hay mucha gente-. La próxima vez que lo vea lo saludaré. Me juego cualquier cosa a que él me saludará, también. Y tal vez hasta me guiñe un ojo con picardía.
Porque seguro que el hombre de las diez de la noche va a esa hora a encontrarse con su amante.



© José Luis Alvarez Fermosel

A la "Belle Hélène"

A finales de 1865, varios “chefs” de restaurantes de los Grandes Bulevares de París empezaron a usar el título de la famosa opereta “Belle Hélène” de Offenbach (1) para darle nombre a varios y diferentes condumios. Muy común, y notable, esta costumbre de bautizar “delicacies” gastronómicas con los nombres, o las obras de compositores y cantantes famosos.
Los “tournedos” (bifes pequeños y gruesos) salteados a la “Belle Hélène” se adornan con raíces de berros y corazones de alcachofas (alcauciles) en salsa bearnesa (2).
Las supremas de pollo salteadas a la “Belle Hélène” llevan croquetas de puntas de espárragos con pedacitos de trufa.
Una guarnición “Belle Hélène” para carnes se compone de puré de tomate, guisantes (arvejas) salteados en mantequilla, zanahorias glaseadas y croquetas de patata.
También hay un postre que lleva el nombre de la obra de Offenbach: las peras a la "Béllè Hélène”, que se escalfan en sirope, se enfrían, se escurren y se presentan con helado de vainilla, rociadas con salsa de chocolate caliente.


(1) Músico alemán. Compuso 90 operetas, la mayoría con letra del escritor francés Ludovic Halévy. En 1856 acuñó el término “opereta” para definir su obra “La Rose”. La Belle Hélène, compuesta en 1864, se ha representado infinidad de veces en todo el mundo, sobre todo en Francia e Inglaterra.
(2) Se prepara con mantequilla y yema de huevo. Se condimenta con estragón, chalotas y perifollo cocinado en vino y vinagre para hacer un glaseado.


© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 18 de abril de 2009

El destierro de la Reina

La novela El destierro de la Reina, de la escritora y docente argentina Ana Bisignani, cuya portada ilustra estas líneas, es un diminuto prodigio orteguiano. Lo de diminuto es por la concisión: 190 páginas; hoy se escriben novelas de más de 1.000. Está editada por Corregidor.
Las circunstancias de los personajes son objeto de un tratamiento minucioso y efectivo, así como sus límites; tiene su importancia ésto de los límites, porque son, como bien dice Jorge Torres Zavaleta, el destino, y los personajes obedecen fielmente a lo que los ingleses llaman “fate”, que viene a ser una mezcla de destino y fatalidad, más de lo último que de lo primero.
Quizás la clave de la novela esté en la intención de escribirla, plasmada por la autora en unas líneas a modo de prólogo: “Me fue preciso escribir esta historia, que no es una biografía rigurosa, porque al faltar mi madre, se enardeció mi pluma, que necesitó revivir a todos para siempre”.
Ana Bisignani alcanzó su objetivo, manejando hábilmente una trama sin demasiadas complicaciones; pero hay luz, calor y color. Si de un cuadro se tratara, podríamos decir que es una espléndida acuarela.
Los personajes están muy lejos de ser de cartón piedra y de ahí que cobren vida y los veamos, y los oigamos, y sigamos su andadura vital, que es tan digna, y sus avatares, y nos parezca escuchar los latidos de su corazón.
Los corazones de varios de sus personajes están heridos por el zarpazo de la inmigración: una fiera implacable que aleja del terruño a los seres queridos, y convierte al inmigrante en alguien que no es de un sitio ni de otro, en definitiva.
Otra cosa es el deambuleo divertido del cosmopolita que se ancla al final en un lugar que le resulta simpático, o le queda cómodo, y tiene siempre el pasaporte al día en un cajón del escritorio y dinero para comprar un pasaje de avión de primera clase, rumbo a dónde sea.
Pero volviendo a El destierro de la Reina, una de las cosas buenas de esta novela tan lograda es que el tema de la inmigración no se toca de una manera expresa, como si fuera el “leit motiv” de la obra, aunque no deje de serlo, sino que va bocetándose, va fluyendo en un devenir sin sentimentalismos a la violeta, marcado por la hilación narrativa, que parece surgir como por generación espontánea, tales son la claridad y la naturalidad del relato y los diálogos.
No reconozco en la obra influencias ni derivaciones, al menos yo. Me parece que la autora habla de su propia gente, de sus propios sentimientos con un lenguaje sencillo, expresivo, pero sobre todo suyo, absolutamente.
La novela tiene para mí un interés especial, además del que pueda tener para todo español afincado en Argentina, o cualquier otro país latinoamericano, que recuerde poemas, coplas, canciones, versos y dichos que oyó en su infancia y se prodigan en las páginas de la novela de Ana.
Está presente Almería, una de las ocho provincias andaluzas, la más pobre, la menos lucida, la más yerma, por lo menos en una época.
Luego se convirtió en el Hollywood español, cuando los americanos llegaron a filmar en sus dunas películas del Oeste y, como es natural, surgieron hoteles, edificios de apartamentos, restaurantes, cafeterías…, y alguna aldea pudo tener agua corriente gracias a los 1.000 dólares que le pagó una productora yanqui por figurar la aldea entera como extra: habitantes, casas, comercios, graneros, caballos…
Yo, que trabajaba entonces de reportero en la agencia EFE, me pasaba la vida en Almería, entrevistando a actores y actrices estadounidenses. Con unos trabé amistad, con otras algo más… -permítaseme presumir un poco, pero uno tenía entonces poco más de 20 años, era delgado y moreno y reunía por lo menos un mínimo de “young latin lover”-.
Retorno a la novela de Ana. Creo que pudo escribirla tan bien al partir de lo individual para llegar a lo universal. Debe ser una de esas mujeres firmes, de carácter bien marcado desde su niñez, pero que lleva en su corazón una dignidad y una nobleza que ha vertido en sus personajes, plenos de una humanidad caliente y encantadora.
Ya me pareció a mí, cuando me dieron el libro en un programa de radio en el que ya no estoy, y lo hojée con cierto interés, que me iba a gustar. Así fue, y lo declaro a los cuatro vientos.
La novela de Ana Bisignani no tiene factura de “best seller”; por tanto, no lo será. No hay sexo apresurado, violento ni desmesurado, al uso corriente en tantas obras seudoliterarias y películas... "taquilleras"; ni violencia, ni espías traidores, ni se dicen palabrotas en ella. Tampoco es una novela marquetinera: tiene demasiada hondura, demasiado sentimiento.


© José Luis Alvarez Fermosel



lunes, 13 de abril de 2009

El hada verde

El absenta, o ajenjo, es una planta aromática que contiene un alcaloide conocido desde tiempo inmemorial por sus propiedades como tónico y antifebril.
La planta se usó para preparar medicinas en la Edad Media y, posteriormente, para elaborar un licor destilado, el absenta, que originariamente fue comercializado por la Casa H. L Pernod en 1792, de ahí que al absenta con agua, que le da a la mezcla un tono lechoso, se le llame pernod.
El experto José Angel Avila explica cómo se preparaba el pernod en la Francia de finales del siglo XIX y principios del XX, donde el mejunje -de una proporción de alcohol de entre 45 y 70 grados- se hizo extraordinariamente popular. En una cucharilla de café, agujereada en forma de encaje, apoyada en los bordes de un vaso con absenta, se colocaba un terrón de azúcar sobre el que iba vertiéndose lentamente un chorro de agua helada que se mezclaba con el licor, de color verde.
El azúcar contrarresta el sabor amargo del licor, que es dinamita. El “hada verde” de “los poetas malditos” -entre los cuales Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Paul Verlaine, François Villón y Charles Baudelaire-, afecta al sistema nervioso y su consumo desmesurado enloqueció y mató a mucha gente.
Por esa razón, la producción, comercialización, distribución e importación de absenta fueron prohibidas primero en Bélgica, en 1905, y después en Suiza, en 1908, Holanda, en 1910, Estados Unidos, en 1912 y, finalmente, en Francia en 1915.
Hay una anécdota, una entre tantas, referente a los efectos deletéreos del absenta, que recoge Alejandro Dumas en su Gran Diccionario de Cocina.
La gran afición de Alfred de Musset al absenta –que tal vez imprimiera un cierto toque de amargura a su poesía-, le llevó a frecuentar muy poco la Academia de Letras de Francia, de la que era miembro.
Apenas asistía y, las pocas veces que lo hacía, se iba enseguida, consciente de que los efectos del mucho absenta que había bebido le impedirían enterarse de lo que se dijera.
Uno de los distinguidos cuarenta académicos le dijo un día a otro:
- Verdaderamente, ¿no cree usted que de Musset se ausenta demasiado?
- Más bien
–le respondió su interlocutor-
pienso que se …”absenta” demasiado.
El pastis es en el sur de Francia lo que el pernod en el norte, aunque actualmente no contiene la cantidad de ajenjo que lo hizo tan distintivo, tiempo ha.
Pastis quiere decir confuso, o mezclado, en dialecto, en referencia al color lechoso de la bebida.
La gente de la región se pasa las horas muertas bebiendo pastis, mientras mira el juego de “boule” o “petanca”, similar a lo que en Argentina se llama bochas. Hay dos marcas de pastis muy conocidas: Ricard y Berger.


© José Luis Alvarez Fermosel



domingo, 12 de abril de 2009

Fluorescencia y exageración

No es uno el único que, de vez en cuando escribe sobre idiomas y, para ser precisos, acerca de los atentados que se cometen contra los idiomas, contra todos en general.
No es la mía una voz clamante en el desierto. Así que uno se congratula de postear en este blog una nota sobre un tema muy común, tratada con humor pero que no deja de reflejar algo que en mayor o menor medida nos pasa a todos de vez en cuando y no sólo en las farmacias.
Ciertos errores que se cometen al hablar o al escribir son totalmente automáticos y, por tanto, explicables y perdonables. Ya lo dice la sabiduría popular:
“El que tiene boca se equivoca”.
Lo malo es que muchos “culturetas” de tres al cuarto retuercen y dislocan un idioma tan rico y tan eufónico como el español, llevados por su afán de buscarle tres pies al gato, como quien dice, y sentar patente, no de corso precisamente sino de gente bien, culta, distinguida y, por supuesto, a la moda. “Cool…!”

© José Luis Alvarez Fermosel

Leer:

“De calmantes ‘contaminados’ y agua ‘exagerada’
http://blogs.periodistadigital.com/libros.php/2008/10/25/agua-exagerada-farmacia-libro-5444

De escritores y libros

Acabo de terminar otro libro. Como es natural, estoy en ascuas. Porque, como es natural también, pretendo editarlo.
Uno no piensa ganar dinero, ya sabe que escribir libros no da plata, o tan poca que no alcanza para nada. También se sabe de memoria las penurias que sufrieron escritores que terminaron por ser famosos.
El libro “The experts Speak” (literalmente traducido del inglés: Hablan los expertos) cita a muchos escritores, cuyos nombres están inscriptos hoy con letras de oro en el pórtico de la gloria, que las pasaron canutas tratando de publicar.
La editorial inglesa W. H. Allen and Co. envió en 1970 al escritor de la misma nacionalidad, Frederick Forsyth, la siguiente nota: “Su libro no tiene interés para el lector”. En 1983, las ventas del “Día del chacal” habían llegado a ocho millones de ejemplares. De la novela se hicieron, al menos que yo recuerde, dos películas.
“Lo lamento, Mr. Kipling, pero usted no sabe utilizar el idioma inglés”, escribió el director del “San Francisco Examiner”, en 1889, rechazando artículos ofrecidos por Rudyard Kipling al periódico. Entre los escritores cuyas obras no fueron aceptadas por editoriales, una vez tras otra, figuran Balzac, Baudelaire, Emily Bronté, Lewis Carroll, Joseph Conrad, Charles Dickens, Faulkner, Flaubert, George Orwell y Shakespeare.
El gran escritor y periodista uruguayo Homero Alsina Thevenet recoge los anteriores ejemplos en un libro en dos tomos, de poco más de 250 páginas cada uno, titulados “Una enciclopedia de datos inútiles” y “Segunda enciclopedia de datos inútiles”. Los recomiendo con entusiasmo.
El escritor argentino Alberto Speratti publicó en "El Observador", de la editorial Perfil, un artículo en el que revela que está radicado en España y vive allí muy bien de su profesión.
El primer libro de Speratti, por el que cobró 3.000 dólares, más los gastos para ir al Vaticano a investigar, trataba de la misteriosa muerte del Papa Juan Pablo I y vendió de arranque 36.000 ejemplares, una cifra más que satisfactoria para cualquier país de habla hispana, España incluída.
Speratti dice: “Como la novela figuró en la lista de los 40 libros más vendidos del año, dejé rápidamente de ser un chico que escribe bien y viene de Sudamérica para convertirme en el autor de una ’pegada’, lo cual me dio mejores posibilidades de negociación futura”.
Speratti habla en su largo y documentado artículo de otras realidades del ambiente editorial de España. Dice, por ejemplo, que otra ventaja que tiene el mercado español es el olfato de los editores. Si un escritor ha acumulado un par de éxitos, es un desperdicio limitarlo. "Cuando el nombre del autor pesa, se firma un contra­to en blanco en el que el escritor hace lo que se le antoja y el editor pide, tímidamente, enterarse del argumento del próximo libro", revela.
Speratti termina su artículo diciendo que "un as­pecto que puede alucinar a un argentino con referencia a la realidad española es el hecho de que sea posible hacer proyectos lógicos, deporte prácticamente olvidado en la Argentina de los últimos años”.
“Trabajar entre cuatro y seis horas diarias en la propia casa y vivir confortablemente del oficio de escribir novelas, no es una posibili­dad fuera de lo común en España. Tener un piso grande y antiguo en un barrio caro del centro, un coche moderno, etc., es algo que puede lograrse sin esgrimir cifras de ventas similares a las de García Márquez”,
concluye Speratti.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

“De qué viven los escritores argentinos”
http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=22675

viernes, 10 de abril de 2009

Camino al colegio

Faltaba poco para que amane­ciera. Es decir, que todavía era de noche. Y allá íbamos los dos, caminando a largos trancos por calles oscuras y casi solita­rias, bajo un cielo congestio­nado, rojizo.
Un aroma desagradable de madera quemada, fruta podrida y almizcle. No era improbable que lloviera, más tarde.
Habíamos desayunado minutos antes en un bar de compatriotas míos, gallegos, para ser exactos: café con leche con medialunas -medialunas de manteca-. Yo había echado un vistazo rápido a un diario que pedí al mozo. Traía malas noticias, co­mo siempre.
Los dos teníamos sueño. Caminába­mos de prisa, ya digo. Hacía un poco de frío.
Pasamos por una zapatería, luego por un mercadito -me gusta más decir mercadito que mini “market”-. Todavía es­taba cerrado. Olía a yerbabuena mojada y a jabón blanco, de ese que se utilizaba para lavar la ropa antes de que se impu­siera el detergente en polvo.
De pronto, un extraño edificio de de­partamentos, cuyo fondo no se divisaba desde nuestra esquina móvil. El frente de la gigantesca caja de cemento y ladrillo se erguía como una tableta larguísima, aparentemente sin apoyo, como a punto de derrumbarse. Producía un raro efecto óptico, mareante, atemorizador.
Caminábamos y caminábamos. Y no amanecía. Algunos quioscos de diarios ya habían abierto, sin embargo. Y varios cafés, en los que se veía a gente somnolienta y entumecida, que también de­sayunaba café con leche y medialunas.
Por la calzada pasaban los colectivos a toda marcha, abarrotados. En su interior, entre la muchedumbre apretujada y gris, algún delantal blanco de colegial, o de colegiala, que daba la nota limpia y alegre, como el flamear de una bandera en un día muy ventoso.
De una panadería abierta salía un aro­ma riquísimo de pan malteado y hojaldre caliente. Estuve por entrar, comprar unos churros, tres, no más, e ir comiéndo­melos luego, calentitos, por la calle. Pero, al final, no sé por qué, no me atreví. Fui un bobo, porque los gustos hay que dárselos en vida. ¡Tres tristes churros…!
Un perrillo ceniciento cruzó la calle a la carrera. Abría su puesto de flores una viejecita de ojos azules, como el mar por la mañana.
Nosotros seguíamos caminando y ca­minando. Y no amanecía. Y, naturalmente, no cantaba ningún pájaro, lo cual era una pena, porque el canto de los pájaros siempre le anima a uno, le hace sentir que todo está bien.
Llegamos a la esquina de Corrientes y Medrano. El siguió por Medrano y yo por Corrientes. Me quedé un rato viéndole ir. Su blazer azul, su mochila grandota, lle­na de libros, sus zapatones negros bien sólidos, bien colegiales.
Hijo...



© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 9 de abril de 2009

El jinete azul

“Der Blaue Reiter” (El Jinete Azul) fue uno de los movimientos más significativos y originales de la pintura alemana, no sólo de comienzos del siglo XX, sino de toda su historia
El nombre de ese grupo -de 13 pintores, entre los cuales tres mujeres, no todos alemanes- se debe al título de un cuadro de Wassily Kandinsky, pintado en 1903, que ilustró una portada de la revista Almanach (Almanaque) en 1912.
Uno de los integrantes de “Der Blaue Reiter”, Franz Marc, dijo que esa obra programática recogía “los movimientos pictóricos más modernos de Francia , Alemania y Rusia y se conectaba con el Gótico, Africa y el gran Oriente, el arte infantil y las más aplaudidas obras musicales presentadas en todos los escenarios de la Europa de nuestro tiempo”.
Marc había pintado en 1911 un cuadro titulado “El Caballo Azul”. Un año después pintaría “El sueño”: el retrato de una mujer vestida de rojo, con apenas tres toques azules repartidos entre el tocado y las manos. Su rostro tiene una expresión inefable. El cuadro se conserva en el museo Thyssen Bornemisza de Madrid.
A Marc le encantaban los animales, y hubiera preferido que en la denominación de esa escuela pictórica figuraran sólo los caballos, en contra de la opinión de Kandinsky, que se empeñó en añadir la palabra “jinete”. Ambos, apasionados del azul, coincidieron en el color.
Junto a Kandinsky se alinearon Franz Marc, August Macke, Paul Klee, Gabriele Münter, Alexej von Jawlensky, Heinrich Campendonk, Albert Bloch, Natalia Goncharova, Marianne von Werefkin, Lyonel Feininger, Arnold Schoenberg y David Burtiuk.
Buscaron la sublimación del color y transitaron por sendas paralelas a las recorridas por Matisse, los “fauves” y un suizo inquietante, Paul Klee
Franz Marc y Auguste Macke murieron en el frente francés durante la Gran Guerra ( 1914-1918).
Macke fue autor, entre otros cuadros, de un tríptico pintado en 1912: “Gran parque zoológico”, que se encuentra en el Museum am Ostwall de Dortmund. En esta obra se distribuyen hábilmente los tonos azules.
La muerte de Franz Marc en Verdun, en 1916, marcó el fin de esta escuela pictórica iniciada en 1910, muy interesada por el color, del que consiguió hacer, partiendo del expresionismo, una fascinante alternativa basada en el encanto del cromatismo, “per se”, y la lírica del signo.


© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 8 de abril de 2009

Acerca de un buen puñetazo

He sido receptor, propinador y testigo de muchos puñetazos en mi (azarosa) vida, por lo cual puedo hablar del tema con conocimiento de causa.
Los mejores puñetazos, los más eficaces –y también los más efectistas- son los que se dan con mucha bronca, con toda la fuerza que uno tiene, casi con desesperación. En esos casos, casi nunca tiene uno necesidad de dar más de uno para dejar a su oponente fuera de combate.
Los otros, los defensivos, son puñetazos menos espectaculares, tienen algo de temor, de timidez, suelen necesitarse más de uno, se cruzan con los que se reciben. Un golpe de suerte, o una serie de ellos bien dados definen la pelea.
Ahora bien, la gente seria, la gente como Dios manda no anda por la vida pegando puñetazos a diestra y siniestra. Mario Vargas Llosa es un hombre serio. Así y todo, un día le pegó un tremendo puñetazo en pleno rostro a su colega y amigo Gabriel García Márquez, que dio en tierra con él. Cuando se levanto, Gabo tenía un ojo muy hinchado –que se le fue poniendo negro- y un corte en la nariz.
Siempre se dijo que todo fue por un lío de faldas y que la culpa la tuvo García Márquez.
Ahora, un fotógrafo mexicano arroja alguna luz, muy poca, por cierto, sobre aquella victoria de Mario Vargas Llosa por fuera de combate frente a Gabriel García Márquez, en los primeros segundos del primer “round”.
Lo que sigue, más que nada, es una curiosidad.


© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 4 de abril de 2009

El canto del cisne

Uno de los muchos mitos que pasan por verdades como puños, y no lo son, es el del canto del cisne, como suele llamarse a la última obra o actuación de un artista.
El cisne no canta, ni segundos antes de morir, ni cantó segundos después de nacer, ni nunca. Como mucho, emite un sonido ronco, que nada tiene de melodioso.
Los poetas vienen equivocándose desde hace siglos con respecto al cisne y sus presuntas capacidades canoras.
El cisne tampoco vuela. Y no es dulce y noble. Antes bien, tiene una mala leche impresionante. No hay más que verlo pelear.
Es guapo, eso sí; es decir, bonito. Y tiene clase, lo cual se ve cuando se yergue y despliega sus alas, o cuando se desliza lentamente, con gran elegancia, por el agua verde del estanque de un gran jardín, al atardecer. Bella estampa, pero ahí queda todo.
Leonardo da Vinci, que sabía tantas cosas, cometió un error al escribir en una nota que se halló entre sus papeles: “El cisne canta dulcemente hasta morir; ese canto pone fin a su vida”. Pues no, señor, no es así. El cisne no canta.
El que canta hasta morir, al parecer, es el pájaro espino de la novela de Collien McCullough, que fue llevada a la televisión en una serie protagonizada por el actor estadounidense Richard Chamberlain. Pero no sabemos, por lo menos yo, si eso es verdad.
El artista que termina su última obra, el actor que da su postrera representación, el hombre al que le quitan su empleo, o lo tiene que dejar para no perder su dignidad, no cantan como el cisne, que no canta –no nos cansaremos de repetirlo-, sino que aúllan.
Ese aullido no se oye porque pertenece a la categoría de los alaridos internos, que son tremendos y se corresponden con una sonrisa en el rostro del hombre que ruge por dentro, que ha doblado el cabo de todas las tormentas y parece que ya no sintiera nada ni le importara nada, salvo jugar al póquer, para lo cual hay que saber poner cara de piedra.
No todo el mundo puede bramar por dentro y sonreir por fuera. Hay que tener clase. Como el cisne, que no canta, repitámoslo por última vez.



© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 2 de abril de 2009

Ráfagas II

Hay la ilusión de quedarse solo en el jardín, en el liquidámbar de un atardecer de otoño, y lanzar a navegar por el estanque nuestra fantasía en un barquito de papel de periódico.

Escuchar arrebujados entre las mantas, una nocha de sábado en que llueve y sopla el viento, la retransmisión por radio de una comedia de intriga.

Despertarnos al amanecer el fragor de una tormenta, sin que tengamos que levantarnos dentro de unas horas, saltar de la cama y recorrer toda la casa, para ver cómo rayan los relámpagos los espejos de los pasillos.

Quedarse en la playa, sentado en la arena, acariciándonos las olas los pies desnudos, cayendo la noche, oyéndose a lo lejos el pitido de un tren…

La ilusión de estrenar un traje o una botella de champán.

O de irse a Ravena a escoger un mosaico.


© José Luis Alvarez Fermosel




Sale en la foto Kirlian

Astrodiagnósis, tantra yoga, sexografía, biosíntesis, sexolalia, reiki, “re birthing”, “víbration”, animación corporal con humanografía, juegos tántricos, jatsu, baile raro, “counseling” pastoral, interacción cósmica, facilitación holística operativa, terapéutica de la conversación, ayurveda, energía sutil, centramiento, sensopercepción, escuela de Bach, nivel vibracional, terapia de regresión de vidas pasadas, angelología…
Estás son algunas de las muchas terapias alternativas qué se nombran en los medios informativos de toda la Argentina. Sus “facilitadores holísticos” o “consultores gestálticos” –así se autodenominan- ofrecen la cura milagrosa para todos los males que aquejan el alma y el cuerpo de la humanidad doliente en los albores del siglo XXI.
Han sustituido a los antiguos brujos, los tarotístas, los pastores, los psicólogos, las sectas. Son los gurúes de la era de la Internet y el macho posmoderno, o macho posmo –“light and cool”-.
Hablan por las emisoras de radio y los canales de televisión y dicen cosas increíbles, como que hay un diamante en el centro de la tierra, o que su disciplina “sale en la foto Kirlian”, que según ellos hace visible el aura, o cuerpo etérico. (Arthur J. Ellison, profesor durante mu­chos años de electrónica e ingeniería eléctrica en la universidad municipal de Londres, planteó quizás la crítica más devastadora contra la afirmación de que la fotografía Kirlian hace visible el aura.)
¿Hasta dónde se entremezclan una cierta inquietud cientificísta, por así llamarla, el ansia de probar algo nuevo, de sentir percepciones y sensaciones diferentes, las ganas de conocer el futuro, la superstición, la ignorancia, el estrés, la soledad, la falta de amor y el interés por lo exótico, o lo esotérico, y lo paranormal?
Tal vez no sea fácil saberlo, aquí y ahora. Pero el caso es que estas… “terapias” del siglo XXI cuentan con grandes cantidades de gente que se somete a ellas, sin importarles que sus reales o supuestos creadores y practicantes sean gente seria o, lisa y llanamente, avisados comerciantes que lucren con la credibilidad de la gente y sus deseos de acceder a lo extraordinario, a ver si así su vida cambia, se curan el insomnio o pueden ganar en la quiniela.



© José Luis Alvarez Fermosel